Comparto hoy uno de los capítulos de un librito que, por circunstancias personales, todavía no he podido terminar. Se llamará, creo, Fluir en el esquí y, como ya lleva unos años en "un cajón", hoy lo saco a que respire un poco. Espero poder meterle mano y terminarlo de una vez, juas, mientras tanto, he aquí un extracto...
Si hay una actividad humana donde sea sencillo fluir, o adivinar que los demás están sumidos en un estado de fluencia, es la danza. Lo bueno de ella, además, es que no hay que dominarla para poder disfrutarla. Ni saber para ver cuando alguien baila bien. Bailar nos puede enseñar a esquiar mejor si nos fijamos en cómo seguimos y nos sumergimos en el ritmo de la música. También puede enseñarnos a practicar el esquí como una experiencia autotélica que, a su vez, nos da pistas sobre otros aprendizajes vitales.
Percibimos la música a través del sentido del oído y, utilizando nuestra capacidad de abstracción espacial y temporal, movemos el cuerpo al compás de ese estímulo sugestivo que sentimos. El ritmo está presente tanto en el esquí como en el baile y, bajo el punto de vista de las cualidades perceptivo-motrices, se entiende con toda la facilidad de su árida explicación: llanamente, el ritmo es la capacidad de predecir y organizar el movimiento para adaptarnos a los estímulos regulares del entorno. Ese foco en algo que, además, me resulta agradable, produce un estado de auto-atención en el que percibimos, a la vez, conectados, nuestro cuerpo y el medio estimulante. Entramos así en un estado de fluencia que nos induce a ensimismarnos aún más en la actividad.
En ese estado “fluyente” del baile, muchos nos conformaremos con un sencillo movimiento rítmico y, otros, se sentirán estimulados a probar un paso nuevo, algún movimiento más complicado dándole su toque personal atlético, artístico o incluso cómico; y lo mismo ocurrirá, de forma individual o compartida, con una o varias parejas. Esa pulsión natural de enriquecer la experiencia, aumentando la dificultad o la complejidad, propicia más oportunidades de diversión pero, también, favorece estados de fluencia aún más frecuentes y profundos, pues el desafío atrayente y accesible induce a esa auto-atención disfrutada, tan cercana a la felicidad mientras se experimenta.
En el esquí, como al bailar, también percibimos el entorno a través de los sentidos, principalmente el del tacto y el del propio movimiento: el sentido cinestésico. Si hacemos como con la música, y prestamos atención a esas sensaciones del tacto bajo los pies, la aceleración, la gravedad… interactuaremos con esa información externa hasta fundirnos con ellas en el entorno. Esos patrones repetidos una y otra vez, lo que sentimos circularmente, nos permitirá predecir, organizar y regular los movimientos con precisión y armonía, haciéndonos esquiar con eficiencia. Así, al igual que llegamos a convertirnos en una extensión humana de la música que escuchamos, si nos centramos en los estímulos sensoriales del esquí podemos confundirnos con el entorno por el que descendemos, como un elemento más en danza con la naturaleza que nos invita a su baile.
Al igual que con la danza, si vamos añadiendo a nuestro esquí ligeras complicaciones, pequeñas mejoras y pequeños desafíos, no sólo enriqueceremos nuestro repertorio de destrezas y la competencia global con la que esquiamos, sino que aumentaremos la frecuencia y la calidad de esos estados de auto-atención perfectos en los que todo parece fluir. Las personas que mejor esquían suelen decir que en su deporte nunca se termina de aprender. Y es verdad. Por eso, en el esquí, ya que siempre tendremos oportunidades de encontrar un desafío un poco mayor y proporcionado a nuestras habilidades, de introducir variaciones según nuestro estilo y de practicar solos o en compañía de otras personas - exactamente igual que con la música - continuamente encontraremos ocasiones de entrar y gozar esos estados de fluencia, de disfrutar mientras nos preparamos para ellos, y de recrear luego con satisfacción, en la memoria, los que hemos experimentado.
Carolo, noviembre de 2016