En este libro hablamos sobre la fluencia y su parecido razonable con ese constructo que llamamos felicidad. Pasajera, sin duda, y casi nunca gratis, pero siempre deseable. Alcanzar estados de fluencia esquiando es tremendamente fácil y, lo mejor, es que esos estados se consiguen con habilidades que probablemente conozcamos de sobra por otros aspectos demuestra vida. El trabajo, los estudios u otras rutinas nos han enseñado a concentrarnos, a fijarnos en lo más relevante, a aceptar pequeños desafíos accesibles que se convierten en hábitos comunes y que pueden ayudarnos a esquiar mejor.
¿Aprender a esquiar según estos pasos, garantiza alcanzar siempre la fluencia? Desde luego que no. ¿Llegar a fluir esquiando nos ayudará a esquiar mejor? Probablemente tampoco. ¿Ambas cosas pueden ir unidas y, con frecuencia, se retroalimentarán? Sin duda ya hemos experimentado ese fenómeno por el cual, los estados intensos de felicidad al practicar deportes nos hacen aprenderlos mejor. Y, también, a la inversa, aprender induce momentos de satisfacción íntima que favorecen la motivación creciente y facilitan la fluencia .
Las neurociencias, la psiquiatría y la psicología modernas, coincidiendo con el diagnóstico clásico del conocimiento no científico y de la intuición popular, señalan varios elementos relacionados con los estados de fortaleza anímica y de felicidad que, interesantemente, se dan en el esquí: el involucrarse en este tipo de proyecto del que venimos hablando, accesible, pero estimulante y de algún modo transcendente; el cultivo de las relaciones afectivas; los hábitos físicos e intelectuales razonablemente saludables, lo que incluye las actividades artísticas y el humor que hemos tocado oblicuamente en algún capítulo de este libro. Finalmente, sobrevolando por las anteriores, algo evidente que suele olvidarse: la ausencia de trampas. En esto también tiene algo que decir el deporte, donde prácticamente todo es real y objetivo. La manera de medir el rendimiento suele ser difícil de manipular con argucias intelectuales; las pistas tienen una inclinación determinada, la velocidad a la que bajamos, el tiempo que tardamos o el número de curvas que hacemos son todos factores mensurables que nos pueden hacer ver si, objetivamente, mejoramos o empeoramos nuestro rendimiento. En este entorno fehaciente donde las trampas quedan en evidencia, se experimenta la satisfacción rotunda de participar o de hacer ocurrir algo aunténtico. Fluir en el esquí brinda, por ello, no solo en valor quizás superficial del gozo pasajero, sino también el de la autenticidad de lo que se aprende, se alcanza y se vive verdadera y genuinamente.
Cuando logramos ese estado autotélico en que las actividades son gratificantes por si mismas, las necesidades tanto materiales como físicas decrecen. Durante esos momentos ganamos autonomía y tendemos a involucrarnos con mayor intensidad en lo que nos rodea. Participamos de los acontecimientos, contribuimos, una vez más, a que “pasen cosas”, y ello provoca un efecto circular sobre nuestro bienestar. Aprender a fluir en el esquí, pues, aceptando el proceso complejo y trabajoso de consumación de un proyecto, valorando éxito y el fracaso en función de nuestra propia actuación, identificando la información y disfrutando las sensaciones que nos permiten interactuar positivamente con el entorno, y dirigiendo nuestro diálogo interno hacia el presente de las actividades en las que estamos involucrados, puede ayudarnos a compensar un poco nuestras tribulaciones. Y eso a medida que esquiamos más intensa y eficazmente. Y, si no, al menos, cada vez que bajemos una montaña y tengamos la suerte de fluir, aunque momentáneamente, habremos experimentado la satisfacción legítima de hacer algo en si mismo gratificante, y real, que no necesita ninguna otra justificación.
¡Buenas huellas!
Carolo, diciembre de 2019