Aristas irregulares
Pero todo mito guarda, como mínimo, una historia detrás. Zermatt, hasta mediados del siglo XIX, era una aldea alpina cuyos habitantes, recios y coloradotes, vivían del pastoreo y de la caza, y apenas bajaban al llano, mil seiscientos metros abajo. El Matterhorn (4.478 metros), que según la leyenda fue modelado por un pisotón del gigante Gargantúa, no era más conocido que el Monte Rosa, el Breithorn, Castor y Pollux, Zinaltrothorn, Mont Viso, el Grand Paradis o el Grivola, otros montes de la zona. Pero los alpinistas, sobre todo ingleses, consideraban al Matterhorn, protegido por monstruos de leyenda, un desafío. No era el más alto, pero sí el más apetecido. Y tras muchas tentativas, un inglés, Edward Whymper, acompañado por otros seis alpinistas, logró coronar su cumbre en 1865. En el descenso se produjo un fatal accidente. Robert D. Hadow, un joven inexperto, resbaló, la cuerda se rompió y cuatro hombres cayeron al abismo y perdieron la vida (Scrambles among the Alps es un libro que relata aquella tragedia). Aquella fue la última gran escalada de la era dorada del alpinismo. La tragedia convirtió al Matterhorn en un mito. La prensa internacional se hizo eco, se habló de asesinato en lugar de accidente, hubo un juicio e incluso la reina Victoria terció en el asunto.
El monte y Zermatt se colocaron en el mapamundi. Montañeros y turistas llegaron a cientos, abrieron hoteles, se construyó la estación de esquí. Se proyectó una carretera hasta la base y un túnel en espiral con ventanas hasta la cumbre, un tren hasta la cima, iluminado todas las noches. El Matterhorn fue escalado, sucesivamente, por un ciego, por un alpinista con una pierna de madera, por una pareja de recién casados, por un anciano de 85 años, por dos alpinistas que subieron sus cuatro caras en menos de veinticuatro horas, por un violinista, que tocó la Chaconne de Bach en la cima, e incluso por Homer Simpson. El Matterhorn se convirtió en el emblema de Suiza, y en un próspero negocio.
Veloces bailarines
Todavía quedan vestigios de la edad dorada. El Monte Rosa, el hotel desde el que salió Whymper, sobrio y clásico, se levanta frente a la plaza principal. En el museo se muestra la famosa cuerda rota, y material antiguo de escalada, tan rudimentario que es casi poético. Junto a la iglesia católica, en un pequeño cementerio, bajo las lápidas cubiertas de nieve, descansan los alpinistas fallecidos en las cumbres cercanas. Pero Zermatt, hoy, pertenece a los esquiadores, esa horda impaciente de alegres colores. Salen de los hoteles como insectos, acorazados, con sus extrañas gafas centelleando al sol, entrechocando esquís, torpes, acalorados, respirando vaho, nerviosos por llegar a las pistas. Y allí, entonces, cuando se deslizan por las empinadas cuestas, se transforman en gráciles y veloces bailarines, en gamos cibernéticos, adueñándose de las montañas.
Aparte del esquí hay otras opciones para disfrutar de la alta montaña. Los andarines disponen de numerosos caminos y trochas para recorrer las laderas, armados de unas buenas botas y unos bastones, y siempre quedan los trineos, tan anticuados, elegantes y alegres, de madera, que parecen haberse escapado de un sueño infantil. Si vas en trineo y te caes, y te levantas, y levantas la vista, y ves el Matterhorn, entonces sonríes, porque sabes que es cierto, sí, una vez fuiste niño.