Una asistente social es la primera australiana en esquiar la Antártida

, una asistente social con dos hijos, ha logrado ser la primera australiana en cruzar la Antártida esquiando, una aventura en la que empleó 66 días para recorrer 1.200 kilómetros hasta el polo sur.

Beilharz, que soportó temperaturas inferiores a los 35 grados bajo cero, llegó esta semana a Melbourne (sur), donde encontró un caluroso verano austral, con el mercurio en la línea de los 40 grados, y una soñada sauna.

La aventurera explicó cómo venció la amenaza de congelación y realizó el mayor esfuerzo físico y psíquico de su vida, para convertir su sueño en una realidad.

Para pagarse el viaje, hipotecó su casa de Bendigo, una ciudad a unos cien kilómetros al noreste de Melbourne, donde se había dedicado el último año a arrastrar ruedas de coche, a modo de trineo, a través del bosque.

El fuerte entrenamiento, que inició en 2003 con un curso de montañismo de cuatro meses, en Nueva Zelanda y Canadá, ayudó a la australiana a conseguir el objetivo y ser una de los cinco esquiadores que pusieron su bandera en el polo sur.

La esquiadora reconoció, sin embargo, que "hagas el entrenamiento que hagas, no hay nada que pueda prepararte para un viaje así", de dos meses, con una dieta insípida, sin ducha diaria, sin ropa limpia y sin ningún tipo de privacidad.

La aventura comenzó en Punta Arenas, en Chile, desde donde voló a la Antártida para iniciar el trayecto en la Cala de Hércules, en la costa de la Plataforma de hielo de Ronne. No tuvo mucho tiempo para gozar del escenario, "tenía que recordar de vez en cuando que estaba en la Antártida y que tenía que mirar el paisaje. Cuando estás cansada sólo miras al suelo, y el panorama tampoco cambiaba tanto".

El equipo esquiaba cada día durante al menos 7 horas, cada uno tiraba de su trineo, con 75 kilos de comida y equipamientos, por lo que "no quedaba luga para la ropa limpia", explicó.

Llevaban únicamente lo puesto y se cambiaron sólo en una ocasión, cuando el equipo de apoyo les entregó una muda.

A lo largo de la jornada hacían varias paradas de cinco minutos, y una más larga para el almuerzo, a base de chocolate, frutos secos, un poco de salami y queso helado, con poco sabor, pero muy necesaria para reponer las calorías perdidas.

Mientras esquiaban, "sólo te concentrabas en poner un pie delante del otro, contando los minutos que te quedaban para el próximo descanso, las horas para plantar el campamento, y los días para finalizar el trayecto".

Por la noche no quedaban energías para nada, casi ni se hablaban entre los compañeros, simplemente sacaban la comida, deshidratada o congelada, y se metían en la tienda, que compartían entre cinco.

La falta de intimidad y la luz del día, que durante el verano austral está presente casi las 24 horas, hacía difícil conciliar el sueño, agravando el cansancio.

Beilharz sufrió principio de congelación en tres dedos de una mano, pero lo suyo fue sólo un susto, dice, pues otros tuvieron que ser evacuados por congelación.

El guía canadiense se cortó un dedo al intentar rebanar un trozo de queso helado y el mal tiempo le hizo esperar tres días a que pudieran ir a buscarle, pero finalmente fue recogido y la aventura estuvo a punto de finalizar para todo el equipo.

No podían seguir sin guía, pero tuvieron la suerte de encontrar a otro equipo que hacía un viaje similar y que también había perdido varios miembros por el camino, como ellos, por lo que decidieron combinar esfuerzos para lograr el objetivo.

En ningún momento, aseguró, se le pasó por la cabeza abandonar aunque en varias ocasiones, admitió, "hubiera planteado parar y descansar durante una semana antes de seguir".

A pesar de la dureza de las condiciones vividas, Beilharz le ha cogido el gusto a la aventura y ya ha empezado a planear su próximo viaje, al Polo Norte, en 2007