En 1994 trabajaba en Las Leñas, una estación conocida por su extraordinario fuera de pista, favorita de innumerables profesionales de lo que entonces se llamaba esquí extremo (y hoy, ya sabéis, en esa genuflexión sumisa ante el pérfido inglé, se llama, freeride, juas, juas). Dar clases allí era duro, siete horas diarias siete días a la semana entre las que, si podíamos escapar, salíamos pitando a hacernos algún itinerario. El terreno es salvaje y se lo toman en serio, de modo que para ir a cualquier lugar complicado había que decirlo a la patrulla -profesionales extremadamente competentes con enorme autoridad- y, a la vuelta, reportar al mismo pistero al que se había pedido permiso. A mi compañero de habitación lo habían mandado de vuelta a casa, despedido al día siguiente de llegar, por esquiar fuera de pista sin avisar. No pasaban ni una.
Teníamos un rato, y mi amigo californiano Keith dice de hacernos Canaleta de Frankie ¡Venga! Vamos a la patrulla, pedimos permiso y corremos a la silla de Marte para volver a tiempo a la siguiente clase. Para ponernos en situación, es 1994, con esquís de dos metros, 64 milímetros de patín, 45 metros de radio y nada de cascos, abeéses y cosas de esas. Un pañuelo apache como el de la foto por toda protección, y las gafas de terminator para epatar a los alumnos impresionables. Nada más.
Llegamos. Frankie es una canaleta de cientos de metros de desnivel, desde la cota 3300 a la base de Neptuno a 2300 (hablo de memoria, pero podemos hacernos una idea de esos casi 1000 metros de los que la mitad discurre por tubos, más o menos estrechos, alrededor de 30 o 40 grados de inclinación). La entrada del canuto se distingue porque hay en la roca una placa que recuerda al instructor que le da nombre, y que falleció allí arrastrado por una avalancha. Ese día no se ve por las nevadas recientes. La nieve está fenomenal, polvo que se mantiene por el frio en perfectas condiciones. Tenemos prisa; entramos, la nieve nos adelanta a cada giro, tapando las huellas. Es difícil describir la sensación extremadamente placentera de la inclinación que facilita moverse con esa nieve tan honda y mullida. Cuando habíamos bajado unos cientos de metros mi compañero se para, yo también. Algo no va bien; no cuadra.
“Creo que nos hemos metido en Sin Salida”. Contesto que sí. No se puede ser más pringao, pienso de mí mismo. El día anterior habían rescatado allí a un grupo de surferos. Como eran turistas no los echaron, pero fue la comidilla del día. Sin salida es la canaleta anterior a Frankie. La entrada es parecida y, como ambas están expuestas al viento, la configuración de la nieve cambia, haciendo que mucha gente se confunda. Como su nombre indica, hay que conocer bien la salida pues, si mal no recuerdo, se bifurca en las canaletas Paralela y Carne Cruda y, cuando hay poca nieve, te puedes quedar enriscado entre rocas a mitad de la bajada, en una zona expuesta de unas decenas de metros de caída.
Habíamos cometido el típico error de principiante, pero recordábamos más o menos el itinerario y decidimos continuar por si había algo de nieve en la angostura que le da nombre. Trepar de vuelta los metros de desnivel descendidos no es posible, y entre la opción de sentarse en una roca y llorar, o seguir, elegimos seguir y explorar. Que lo juzgue el que se haya visto en una semajante, como dijo Magallanes. La bajada es tan buena que, por momentos, se nos olvidaba la gran pata que habíamos metido. Por fin llegamos al tapón, tomamos la breve diagonal a la izquierda y ¡Sí! ¡Hay nieve! Un pasillo de diez o quince metros y apenas dos metros de ancho -la longitud de los esquís que llevábamos- con una inclinación de 40 grados, tal vez más, y una exposición fatal.
No queda otra, tenemos clase en escasos 20 minutos y eso es lo de menos. Lo de más es salir de esa, reportar a la patrulla y rezar para que nadie se haya percatado de que dos supuestos profesionales, jóvenes, alocados pero supuestamente profesionales, se han metido justo en la misma movida que estaba en la picota la cena de la noche anterior. Clavo el bastón, sé que, al extender, los pies girarán en la dirección en la que he clavado y me ayudarán a cambiar de dirección. Aterrizo posando los dos metros de esquí en los dos escasos metros de nieve. Ahí, delante de mí, mientras los esquís deslizan levemente, inestables, me quiere comer un precipicio de quince metros de roca que produce esa sensación –quien la ha experimentado la conoce- de tensión terrible en las ingles subiendo por dentro hasta cortar la respiración. Pienso, Carolo, ya sabes qué hacer. Tomo aire en cuatro, lo dejo salir en ocho. Repito. Hago que bajen las pulsaciones y los músculos se relajen. Aparto la mirada del peligro y miro al terreno expedito que tengo delante. Clavo el bastón intentado apartar todo pensamiento negativo y visualizo de nuevo que, en cuanto extienda, los pies apuntarán en la dirección contraria. Salto, aterrizo. Poso los dos metros de esquí en los escasos dos metros de nieve. Todo en orden, estoy a salvo.
Ahorro a los lectores el resto, pero, tras cuatro o cinco giros comprometidos, el canuto se abre en una ladera extraordinaria de nieve impoluta y, juas, juas, felicidad inconmensurable de saberse vivo, indemne, y encima flotando sobre un polvo suelto y sublime en el que la carga de adrenalina se diluye en otras drogas mil que segrega el propio cuerpo ¿Acaso hemos muerto y estamos en el cielo? …Algo así debe de ser. Llegamos a Neptuno y nos damos un abrazo. No decimos nada, juas, juas, cada uno piensa en la responsabilidad de cada cual en la inmensa cagada. Llegamos con la lengua fuera al puesto de la patrulla: “¡Hola! vamos con un poco de prisa a clase, pero acabamos de llegar de Frankie, gracias, nos vamos”.
El pistero nos para. Venid, nos dice. Es un prestigioso veterano que hace doble temporada en los Alpes franceses. Lleva unos prismáticos en la mano. Los alza, nos los enseña y los menea en el aire, diciendo “La próxima vez que os equivoquéis, y os metáis en Sin Salida, os vais cada uno para vuestra casa”. Ambos lo miramos en silencio, como te mira un perrillo mojao. Todavía, en sueños, de vez en cuando, oigo esa voz severa y veo esa mano batiendo los prismáticos mientras el cuello se me hunde lentamente en los hombros. “Buena bajada, por cierto”. Añadió. Juraría que, entre dientes, reía a la vez que pensaba ¡de la que se han librao estos atorrantes insensatos!
La moraleja de esta historia la sabéis ya. Eran otros tiempos, pero algo no ha cambiado. Al margen de la protección que se lleva hoy y de la información abundante, que ya es una garantía, nunca está uno libre de despistarse llevado por las prisas, la emoción, el desconocimiento o las tres cosas. No merece la pena ni aunque luego puedas contarlo. El descuido y la montaña se llevan fatal. Aun así, cuando ya no hay más remedio, si no quieres o no puedes elegir la opción de sentarse en una piedra a llorar (y llamar a que te rescaten), hay que concentrarse en lo que hay que hacer: respirar, enfocar, clavado de bastón, flexión, extensión ...todo eso del esquí. Sin más. Siempre que sepas qué hay que hacer, claro, y lo que es todo eso del esquí, juas, juas.
¡Buenas huellas!
Carolo, abril de 2024
La foto de portada está tomada ese mismo año en la cafetería del telesilla Neptuno con mi amigo Jesús Orduña, quien me animó a trabajar, primero en Chapelco y luego en Las Leñas.
Para hacernos una idea del itinerario, sendos vídeos (modernos y con nieve abundante) encontrados en internet de Sin sallida y Canaleta de Frankie ¡Gracias a los autores!