La semana pasada decía que aprender a esquiar podría verse como una alegoría del equilibrio -difícil- en cualquier actividad cotidiana. Como pasa haciendo curvas, las cosas no suelen salir como esperas aunque, a veces, con suerte, con arte o con ambas cosas, salen incluso mejor. En los comentarios, respondía a un agudo lector que, según tu nivel, el medio en que esquiamos puede ser realmente hostil. A veces terrorífico. Por eso suelo usar términos como brutal y feroz. Porque un principiante, o un experto metido en un berenjenal, lo ve ciertamente así en según qué momentos.
Así que hoy voy a contar una anécdota relacionada con ambas cosas, juas, juas. Cuando vivía en Austria, en puntas de temporada alta, solíamos hacer refuerzos en regiones de esquí que no eran la nuestra. Una vez me tocó ir a una gran estación de jefecillo con otros cinco profes a mi cargo, a dar clases a un colegio de monjas inglés en su viaje anual de esquí. Para ponernos en situación, vas a trabajar a una estación inmensa que desconoces, en pleno pico de ocupación de vacaciones, con un colegio de niñas adolescentes, la mayoría principiantes. Para empeorar las cosas, la estación tenía un salto grande entre las pistas de iniciación y las verdes más fáciles, obligando a pasar a los principiantes, sí o sí, por una zona realmente complicada cuando apenas dominaban la cuña.
Como acostumbro, me hice cargo del grupo que llaman, con todo el cariño, de "los sinremedio”; aquellos que, tras las primeras horas, muestran más dificultades para progresar. Se me da bien (aunque el mérito final siempre es del alumno) y me dediqué toda la semana, con casi fervor, a conseguir que superaran el miedo atroz, se concentraran en lo que estaban haciendo y apartaran de la atención todo lo que las pudiera distraer, fuera algo externo o un pensamiento interno. Pasamos cinco días agotadores, con un grado de alerta, defensa e incertidumbre brutales, sobre todo, cuando cruzábamos a diario por esa zona complicada en la que visualizabas a mil insensatos llevarse por delante a una de mis niñas. Afortunadamente nunca ocurrió.
Terminó la terrible semana y, antes de despedirnos, les solté mi típico discurso-resumen en plan “lachaquetametálica”:
Recordad cómo veíais el primer día esta pista y pensad en cómo la veis hoy. Lo que os parecía una horrible pendiente incontrolable hoy es un trámite por el esquiáis sin problemas, distraídas, felices, haciendo curvas, esquivando obstáculos, disfrutando. El secreto, ya lo sabéis, es mirar al sitio adecuado, centrase en lo que tenemos que hacer. Eso aparta los pensamientos negativos. Por eso, porque hemos subido todos estos escaloncitos en estos cinco días, porque hemos aprendido qué hacer y hemos comprobado que Sí, que podemos, hoy, ya, No-Tenemos-Miedo.
Las chicas, diez adolescentes británicas, más pendientes de sus cosas de adolescentes y de británicas que del esquí y de mi discurso, se miraron y, seguramente, se dijeron, muy educadas, para dentro “pero ¿qui dise este tio, ta loco o qué?" Y ni puto caso, juas, juas. Uno esperaba corazones henchidos y ojos humedecidos por el discurso épico tras toda aquella tensión sostenida y bestial, y nada. No siempre se conecta al cien por cien con los alumnos, ni estos son conscientes de lo que han progresado. Hay que aceptarlo. Una de las monjas del colegio que estaba atenta me abrazó, me dio las gracias, nos despedimos y conduje los 400 kilómetros de vuelta a Göstling. Lo normal.
Epilogo, o qué pasó años después
Unos seis o siete años después, contactó conmigo por las redes sociales una de ellas, que por cierto iba a ser joven madre. Me puso un escueto mensaje que decía algo así como: Carlos, no me olvido de lo que nos dijiste. He usado lo de manejar el miedo cuando me saqué el carné de conducir y en muchas cosas. Y funciona. No siempre, pero casi siempre, como decías, jaja. Sigo esquiando cada invierno. Mucho amor. Todo profe de esquí ha recibido en su vida mensajes inmensos en su sencillez como este, y los guarda como un tesoro. Seguramente, porque viene a decir que lo que haces tiene un propósito; sirve. Incluso a los sinremedio, juas, juas.
¡Buenas huellas!
Carolo, marzo de 2024