El coche se detuvo en Pradollano. Me puse los esquís de travesía y me dejé llevar.
Pensaba que me cansaba mientras pasaba debajo del Ascensor y la nieve se transformaba.
Mientras subía despacio, a veces en zeta, me asaltaban pensamientos extraños: pensaba en una estación cerrada, en remontes con nieve pero sin esquiadores, pensaba en un metro de nieve más, pensaba en la mejor nieve primavera del mundo, pensaba...
También pensaba en cosas improbables: la tasa de paro por las nubes, más de treinta cargos directivos con coches de empresa de alta gama, esos mismos directivos cobrando catorce pagas (o más) anuales, los mismos directivos de las pagas viajando con gastos pagados a Grenoble como premio fin de temporada, pensaba en pisteros contratados hasta fin de mes que recogen colchonetas rojas, en máquinas tomando el sol, en una cabina funcionando pero sin esquiadores, pensaba...
Incluso tuve la impresión de encontrarme con un montañero del norte llamado Juan Pedro y que compartíamos chala y agua .
Pensaba en el Zayas con dos metros de nieve y en un cable sin perchas.
Pero no conseguía quitarme de la cabeza el
Ascendía por la nieve sin pisar como un privilegiado.
Me imaginaba la Visera cerrada con más de un metro de nieve pero no hacía caso de pensamiento tan incoherente.
Al mirar atrás creí ver las marcas de un sacacorchos impresas en la crema de Sierra Nevada.
De pronto mis esquís giraron hacía la Visera. Los seguí por no hacerles un desprecio y allí estaba: el cartel amarillo.
Me acerqué y entendí que todo debía de ser una ilusión porque lo que tenía escrito era absurdo: