Estamos a comienzos de la pasada década y la inmobiliaria Nozar, una de las grandes de la época del ladrillo, acababa de cerrar la operación de compra de los edificios que conforman el complejo del balneario, un paraje a 1.630 metros de altura en el corazón del Pirineo aragonés. Y en las posesiones de la familia Nozaleda, sus propietarios, no se ponía el sol: bodegas Enate y Aalto, quesos El Valle, ibéricos Marcos Salamanca, Aguas de Panticosa, el 19% de colchones Flex, la estación de esquí leridana de Boí Taull, el parque temático Pirenarium, un campo de golf en Sabiñánigo... Luis Nozaleda, cabeza del grupo empresarial, acariciaba el cielo. Aupado por sus inversiones al puesto 35 de las lista Forbes, el mundo entero se rendía ante su olfato financiero.
La compra del balneario formaba parte de una operación para hacer de Panticosa un complejo hotelero de máximo lujo, un ‘resort’ que respirase exclusividad en todas y cada una de sus estancias. El plan preveía varias intervenciones que culminarían con la apertura del primer hotel de cinco estrellas del Pirineo aragonés, cuya reforma llevaría el sello de Rafael Moneo, y de un centro deportivo de alto rendimiento diseñado por Álvaro Siza. Esta última instalación, pionera en España, proporcionaría a deportistas de élite la posibilidad de entrenar en altura. Como en el cuento de la lechera, se daba por seguro que equipos como el Real Madrid o el Barça se pelearían por acudir a un sitio así.
Belén Moneo, hija del arquitecto navarro, y Pedro Subijana se encargaban de poner las guindas: la primera diseñó el nuevo edificio para los baños termales y el segundo se hizo cargo de la asesoría gastronómica del principal restaurante del complejo. El proyecto se adornaba con la promesa de crear cuatrocientos empleos. Así que con semejante carta de presentación, las aisladas voces que se alzaron en su contra apenas hallaron eco. El Gobierno de Aragón lo bendijo y en la primavera de 2002 las excavadoras irrumpieron en el paraje.
Es verdad que para entonces Panticosa era ya una sombra de lo que había llegado a ser, pero el conjunto arquitectónico convivía sin estridencias con su entorno a pesar de los primeros signos de su deterioro. Conviene aclarar que el balneario está en uno de esos parajes que dejan boquiabierto a todo el que lo contempla por primera vez: se trata de una pradera alpina bordeada por cumbres nevadas que alcanzan los 3.000 metros de altura y embellecida por un lago –el ibón de Baños– que recoge las aguas cristalinas que vierten las cascadas que se precipitan desde las alturas. A Panticosa, en definitiva, no le falta ni uno solo de los ingredientes de ese paisaje de montaña idílico con el que todos hemos fantaseado alguna vez.
Al balneario se llega por una estrecha y sinuosa carretera que en invierno queda muchas veces sepultada por los aludes. Las propiedades terapéuticas de sus aguas se conocían desde los tiempos de los romanos, pero es en el siglo XIX cuando emerge como foco turístico. La moda de los baños termales que hacía furor entre las clases pudientes atrae a un creciente flujo de visitantes. Empiezan a levantarse edificios y hoteles en un estilo que fusiona la arquitectura de montaña y el modernismo y se transforma en uno de los epicentros de la vida social y suma una oferta de camas mayor que San Sebastián o Santander, otras dos plazas fuertes del veraneo de la época.
El periodo de esplendor se prolonga hasta bien entrado el siglo XX. La lista de huéspedes ilustres daría para unos cuantos tomos: los nombres de Alfonso XIII, Ortega y Gasset, Primo de Rivera, Azorín o Ramón y Cajal se mezclan con algunos de los apellidos de más alcurnia de la aristocracia europea. Su tirón se mantiene durante el franquismo con licencias que en un lugar menos remoto hubiesen sido impensables: su casino llegó a rivalizar con el de Biarritz a pesar de que el juego estaba prohibido.
La decadencia del turismo termal, que perdió la batalla frente al tirón de las playas, condujo al balneario pirenaico a un paulatino abandono. El enclave fue pasando por manos de instituciones públicas y empresarios hasta que terminó siendo finalmente adquirido por Nozar. Seis años antes de ese cambio de titularidad, el Gobierno de Aragón había declarado Panticosa conjunto histórico, una figura destinada a salvaguardar tanto el patrimonio arquitectónico como el entorno natural.
La constructora intentó sin éxito desprenderse del balneario y al final cedió la gestión a un grupo que terminó despidiendo a 145 trabajadores y cerrando buena parte de las instalaciones. Todos los proyectos pendientes quedaron paralizados y el lugar adquirió una apariencia fantasmagórica que se ha acentuado con el paso del tiempo. El complejo hostelero funciona hoy al ralentí atendido por apenas catorce trabajadores, la cifra a la que han quedado reducidos los cuatrocientos empleos que se iban a crear. Los aficionados a la montaña que frecuentan el lugar, punto de partida de un sinfín de ascensiones, bajan la mirada apesadumbrados al ver la larga lista de despropósitos perpetrados. Panticosa, al igual que Nozar, es hoy poco más que un espectro a la espera de que las primeras nieves del invierno, siempre compasivas, se adueñen del paisaje y oculten con delicadeza sus heridas.
Autor: Borja Olaizola para el Ideal.es
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