La costa de Noruega ofrece al viajero una fusión perfecta de mar y montaña, descubriendo ante los ojos atónitos del visitante, un auténtico paraíso natural realmente espectacular, donde inmensas paredes de roca caen en picado hasta el mar. Es precisamente el mar, unido al poder de los elementos, quien ha creado a través de los siglos inmensos fiordos que en algunos casos se adentran hasta doscientos kilómetros dentro del continente, como es el caso del Sognefjord, el segundo mas extenso del mundo tras el Scoresby Sund en Groenlandia. La palabra fiordo tiene su origen en el vocablo noruego “fjord”, que puede traducirse como “bahía estrecha formada por glaciares”. Junto a los fiordos, miles de islas salpican el paisaje, desde Stavanger hasta el cabo norte, dibujando un paisaje único en el mundo.
A medio camino entre Stavanger y Bergen, en el corazón de la región de Rogaland donde se encuentran los grandes fiordos, brilla con luz propia la ciudad de Haugesund, estratégicamente situada justo al final de un inmenso brazo de tierra rodeado de fiordos y pequeñas islas. A pocos kilómetros al sur de Haugesund, en la isla de Karmoy se encuentra situado el aeropuerto de Haugesund-Karmoy, cuya única pista está habilitada para aceptar aviones tipo A-320 y Boeing 737. A primera hora de la mañana, el vuelo de Norwegian procedente de Oslo aterrizó puntualmente en Karmoy, inició su rodadura al llegar al final de la pista y llegó hasta el finger habilitado para la ocasión.
Thomas Rake bajó del Boeing 737-MAX, cruzó varias puertas y tras andar menos de dos minutos llegó al mostrador de alquiler de vehículos de AVIS, donde había reservado un Volkswagen Golf de color blanco turbodiesel. Tras realizar las gestiones pertinentes, salió del aeropuerto, entró en el parking de AVIS y en menos de cinco minutos enfiló la carretera E134 primero hacia el este y al llegar al cruce con la 47, giró hacia el norte, siguiendo por la E134. Dejó atrás Avaldsnes y el desvío a Storasund y cruzó el puente que une la isla de Karmoy con el continente, llegando hasta Haugesund. Sin mayor demora, fue directo hasta el puerto, rodeado por preciosas casitas de colores vivos y varios bares y restaurantes con terrazas de madera donde sirven excelentes platos de carne y pescado.
El pequeño ferry que conecta Haugesund con la pequeña isla de Rovaer llegó puntual, como siempre. Soplaba una ligera brisa, fresca, casi fría, algo totalmente normal a principios de junio. Tras atracar y amarrar, unas treinta personas impecablemente vestidas bajó de la embarcación, Tom pudo escuchar que regresaban de un funeral en la isla. Pocas caras tristes, la mayoría parecía aceptar la muerte como lo que es, un paso mas, una evolución dentro del ciclo de la vida.
Cuando el último de los pasajeros abandonó el barco, el capitán y la tripulación permitieron el embarque, siempre con una sonrisa dibujada en sus rostros. La embarcación no tardó en llenarse y el ferry partió a la hora prevista. Pasaron por debajo del puente que comunica el centro de Haugesund con la pequeña isla de Risoy, que forma parte de la ciudad y cruzaron el estrecho de Karmsund, dejando a mano derecha las islas de Hasseløy y Vibrandsøy y a mano izquierda Storoy y Steinsoy.
Salieron al mar abierto y al cabo de media hora avistaron la bucólica isla de Rovaer. Casi no había oleaje y la travesía fue rápida y plácida. Una vez el ferry sobrepasó Gitteroy, inició la maniobra para entrar en el puerto de Rovaer, estratégicamente situado entre varios canales naturales que rodean el corazón de la isla. La maniobra de atraque duró pocos minutos, pues no había otras embarcaciones del mismo tamaño. Thomas desembarcó equipado con una mochila de gran tamaño, había dejado su vehículo de alquiler en el puerto de Haugesund, con la intención de caminar por la isla sin prisas, sintiendo el viento del mar en su rostro. Miró su reloj, faltaban unos minutos para las once de la mañana. Justo delante del puerto le recibió una gran bandera de Noruega, izada en un mástil de gran tamaño. Dejó atrás un pequeño museo y varias casas y justo antes de llegar a un pequeño puente, dio un giro a la izquierda y bajó por el camino que conduce hasta el Rovaer Kulturhotell, con su pequeño embarcadero.
Recordaba perfectamente el paisaje, los olores, la pureza del aire, sintiéndose por primera vez en mucho tiempo, feliz. Las gaviotas sobrevolaban la costa y el interior de la isla, el sonido del viento se mezclaba con los que emitían unas aves gráciles en busca de sus preciadas presas acuáticas, hacía frío y la humedad se dejaba notar, pero el astro rey brillaba en lo alto desde hacía horas debido a las noches “casi” blancas. Era una de las ventajas del verano en Noruega.
El camino pasaba muy cerca de varias casas de madera y fue precisamente en una de ellas donde Tom se detuvo, justo en la última vivienda antes de llegar al Kulturhotell. Era una construcción de dos alturas sobria pero elegante, cuyas tejas de color granate contrastaban con el blanco inmaculado de la pintura exterior, aportándole un aire noble y señorial. Thomas observó un pequeño rebaño de ovejas que pastaban tranquilas a unos veinte metros de la terraza cubierta que daba al jardín y acercándose sigilosamente con la intención de molestarlas lo menos posible, dio un pequeño rodeo por un camino contiguo a la cerca de madera pintada de color verde oliva y se dirigió hacia la puerta principal. Llamó dos veces al timbre, espero un par de minutos y justo cuando se disponía a regresar por el mismo camino por donde había venido, la puerta se abrió.
