La primera vez que le dije a una amiga mía que "me expresaba a través del esquí", se estuvo partiendo la caja un mes. Cosas de juventud -de ambos, supongo- ella pensaría que yo iba de guay, cuando sólo intentaba decir, ingenuamente, que el deporte me satisfacía más allá de la mera diversión; que me permitía conjurar y canalizar un montón de emociones negativas y positivas y que eso, de alguna manera, me realizaba.
No existe, de cualquier modo, evidencia científica de que el deporte o la expresión corporal aumenten el grado de felicidad o de autorrealización por sí solos. Aun así, muchísimos autores la relacionan desde hace siglos con la buena salud psíquica y, desde perspectivas psicofisiológicas o antropológicas, todos coinciden en que la expresión corporal ayuda a canalizar el mundo interior al relacionarlo físicamente con el exterior. Movimientos que expresan estados de ánimo, ideas, emociones y que, por ello, de algún modo las pueden hacer aflorar, retroalimentarse, adaptarse y transformar positivamente. Incluso creativamente. Y esto no sólo desde un punto de vista individual, porque las expresiones corporales -como el deporte o la danza- favorecen la adquisición y el perfeccionamiento de habilidades de relación social que, en los humanos, constituyen uno de los principales elementos de la calidad de vida.
No hace falta ser científico, no obstante, para darse cuenta de todo esto. Todos habremos experimentado en algún momento ese sugestivo cambio del ánimo que proporciona la actividad física. Y esa es una de las razones, quizás, por las que nos vemos motivados a practicar deportes aún cuando, con frecuencia, requieren esfuerzos de todo tipo: económico, de tiempo, exponerse al clima, al riesgo… Todo ello queda eclipsado ante la oportunidad de que el mundo interior, la mente pensante y atribulada, se ponga en contacto con el entorno a través del movimiento corporal, para interactuar con el exterior desde una perspectiva más perceptiva y emocional y menos intelectual y especulativa. Más libre. Al menos, juas, más libre de uno mismo, de su ego y de sus propios juicios.
Y esto es lo que, veinte años antes, trataba de explicar torpemente a aquella amiga: Que no sólo practicaba el esquí por mera diversión -que también- sino porque para mí era entonces, y sigue siendo, una manera de aflorar mi mundo íntimo y de enriquecerlo en su actuación con el entorno. De dar y recibir. De estar embarcado en un viaje de evolución permanente en el que el propio camino es ya lo suficientemente satisfactorio y significativo. Y hoy, todavía, tras todo este tiempo, cuando me sorprendo saltando, rebotando, frenando, acelerando y haciendo virajes espontáneamente, sólo o en compañía de otros, sin más objetivo que expresarme en la naturaleza de la que soy parte, intuyo, aunque no pueda afirmarlo, que la expresión corporal facilita acercarse -aunque sea tímidamente, temporalmete- a la felicidad y la realización personal. Y no sólo por los procesos físico químicos inmediatos y evidentes que produce, sino porque mueve a salir, interpretar el mundo, arriesgar, crear, equivocarse, acertar, tratar de mejorar y, en fin, involucrarse en proyectos personales - como estas mismas palabras - que lo trascienden a uno cuando los comparte con los demás.
¡Buenas huellas!
Carolo © 2012