¿Recuerdas al protagonista de "Titanic" en la proa del legendario barco? Sus brazos parecían querer abrazar todo el océano, inmenso ante él. "¡Soy el rey del mundo!", gritaba poseído por la emoción del instante...
Imaginaos en una situación parecida, pero cambiemos el agua por la nieve. A sus pies, 3.000 metros de laderas vírgenes, rebosantes de polvo blanco, esperan ansiosas que dejes tu huella. ¿Un sueño? Tal vez, pero fácilmente realizable gracias al heliesquí, una modalidad un tanto elitista por su coste pero al alcance de cualquier esquiador experto y ávido de sensaciones nunca antes imaginables.
El deseo empieza a saciarse en Tramacastilla de Tena. Allí espera Ricardo, el guía de Aragón Aventura que revelará los secretos de la zona. Amante del "telemark" y la escalada, conoce los Pirineos como el salón de su casa. Más de 20 años de experiencia se acumulan en sus piernas, pero cada día es capaz de contagiar su entusiasmo. El grupo al que lidera en esta ocasión espera sus indicaciones. Porque el riesgo es atractivo, pero siempre envuelto de seguridad, el primer requisito esencial antes de comenzar una jornada de heliesquí consiste en incorporarse un ARVA (aparato receptor de víctimas de avalanchas) pegado al cuerpo, aunque el riesgo de aludes en esta época del año es prácticamente inexistente. Las capas de nieve están perfectamente asentadas y el sol preside majestuoso entre los picos. A partir de ahí, lo demás es dejarse llevar: por los esquís, por la curiosidad, por la sopresa que siempre encierra la montaña...
Con todo el material listo, el cuerpo exige acción a gritos. El helicóptero del Valle de Tena aguarda en la base del Balneario de Panticosa, una zona fabulosa para gozar con esta experiencia, y también privilegiada, ya que el heliesquí está prohibido en muchas franjas -incluidos los parques naturales- debido a la contaminación acústica. El rugido de las hélices es ensordecedor. Un huracán de nieve y polvo azota los cuerpos que permanecen en tierra, mientras sus compañeros inician un viaje que les acercará al cielo.
Los esquís viajan en una cesta junto a uno de los patines del aparato, que, casi sin inmutarse, va adquiriendo altura. Dentro, cuatro tripulantes y el piloto contemplan una panorámica excepcional, un auténtico lujo para la retina. Los oídos se aislan del mundo exterior y no volverán a tomar conciencia hasta el final del trayecto. Conforme se alejan, el lago empequeñece y el circuito de esquí nórdico del Balneario dibuja ondas a su antojo.
El Brazatos, a casi 2.734 metros, les recibe, con la cara española del Vignemale como testigo. En apenas tres minutos han ascendido en helicóptero lo que una ascensión a pie hubiera llevado más de cuatro horas. El éxtasis se viste de interminables palas de nieve virgen por las que discurre la aventura, algunas interrumpidas por colosales mazacotes de nieve tras una avalancha anterior, otras salpicadas por pequeños bosques de pinos y riachuelos recién nacidos.
Tras el esfuerzo, las piernas parecen explotar, pero los miembros del grupo palpan una satisfacción desmedida, convencidos de haber vivido las sensaciones más extremas que el esquí puede generar en un deportista. "Después de esto, ¿qué nos queda?"...
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