Por Todos los Santos la nieve en los altos
Todos estábamos convencidos de que por esas fechas, que los norteamericanos popularizaron con el famoso “Halloween” y que no son más que el culto que los romanos daban a los penates o antepasados fallecidos (Cicerón decía que el destino del alma de los muertos es vivir en el recuerdo dentro del alma de los vivos) debería caer ese maná blanco, gratis y generoso como el que sustentaba a los judios en su travesía del desierto.
Llegaban en mi tierra natal, Granada, los primeros vientos fríos de octubre. Vientos que entraban por los cauces de los ríos Darro y Genil, y que hacía que nos pusiéramos los primeros “saquitos” (en Granada a los jerseys se les llama saquitos) y empezáramos a sacar de los desvanes las cosas de esquiar.
A partir de ahí, el tiempo corría muy, muy lentamente, y los esquís semejaban caballos que relinchaban impacientes a la espera de salir a las pistas.
Y un día abres la ventana de tu casa, esa ventana que el granadino Federico García Lorca decía que los granadinos utilizamos para asomarnos a la naturaleza como excusa de no molestarnos en subir cuestas para acudir a su encuentro y veíamos que la aguileña nariz del Veleta estaba blanca.
Obviamente eso suele pasar después de unos cuantos días con Sierra Nevada tapada por nubes, lo cual esa primera visión era realmente majestuosa y agradablemente sorprendente. ahora con las web cams, con los partes metereologicos y con internet, ese misterio blanco que se ocultaba tras los velos de nubes no existe.
Y los esquiadores empezábamos a reunirnos en los clubs de esqui para “sacarnos la tarjeta de federado” y acudíamos a la tienda de Pepe Borland y Pepe Requena, donde contemplábamos como desembalaban los nuevos modelos de esquíes, las nuevas botas y la nueva ropa, y empezábamos a hacer cálculos sobre nuestras disponibilidades económicas y nuestros planes de financiación para cambiar progresivamente nuestro equipo de esquí.
La gran afición, la generosidad y sobre todo la bondad de ambos socios, que todavía andan por nuestras laderas, nos permitían, en una época en la que no existían las tarjetas de crédito, generosos plazos de amortización de nuestra deuda perpetua (como la del Estado) e incluso una quita importante en la deuda anterior, si de lo que se trataba era de echarte una “losa” nueva encima, y no me refiero precisamente a las losas funerarias propias de las fechas.
Pero lo más importante de esa tienda es que era el sitio de reunión de todos los esquiadores de Granada, donde los jóvenes acudíamos a escuchar a los veteranos que nos hablaban de sus experiencias, de técnica del esqui, de viajes a sitios raros como el Tirol, etc.
Y nosotros, los más jóvenes los escuchábamos admirados y pensando que algún día seríamos como ellos.
Y así, en esos atardeceres violetas de Granada, a los que el pintor granadino-veneciano Mariano Fortuny denominaba el “suplicio de los pintores” por la imposibilidad de captar con los colores de la paleta, pasaban nuestras tardes impacientes a la espera del invierno, entre el olor a “perdices” que son las patatas asadas que se venden ambulantemente por las calles de Granada y llamadas así porque son las únicas perdices que pueden saborear los que no tienen cortijos…