La cuna del alpinismo, la meca del esquí extremo, la sede de los primeros Juegos Olímpicos de Invierno... Chamonix ha sido descrito de muchas maneras y desde muchas perspectivas, yo os voy a contar la mía.
Cuando empezamos a organizar el viaje, junto con Pangea, el verano pasado tenía algo muy claro. Quería hacer un vídeo (o varios) para que los que viniesen conmigo pudieran revivir por completo las sensaciones y el viaje. Un vídeo consigue algo que no consiguen unas cuantas fotos o unas stories de Instagram y es que vives el viaje dos veces.
Sin más dilación, os dejo con el vídeo, y luego os sigo contando.
¿Os ha gustado? ¿Tenéis ganas de más? ¿Estáis un poco tristes pensando en lo poco que le queda al glaciar? Entonces creo que lo he hecho bien. He dejado fuera mucho material, de la llegada, del viaje, del après-ski porque quería centrarme en lo importante, el esquí. Así que ahora os cuento detalles extra que no se ven en el vídeo.
Desde que llegas a Chamonix te invade la sensación de estar en un sitio auténtico de esquí. Ver a gente caminando con botas y esquís al hombro casi a cualquier hora. Con arneses, con mochilas de travesía... Se respira auténtico ambiente de montaña, de esquí sin contemplaciones.
El primer día esquiamos en Brevent - Flégère, dos estaciones unidas por un telecabina y a las que se llega (como a todas las de valle) en autobús desde casi cualquier punto. Es un dominio bastante extremo, las pistas negras y rojas son espectaculares. Los fuera pista no son sencillos y la bajada desde la cima de Brevent podría asustar a cualquier esquiador de nivel medio de la península. Aquí te das cuenta de que estás en unos alpes diferentes a lo habitual.
El segundo día, casi de sopetón nos tocó el plato fuerte. Una borrasca nos hizo adelantar el día del descenso del Vallée Blanche y los guías quisieron que tuvieramos condiciones óptimas. No nos podemos quejar, sin viento, buena temperatura y nieve que transformaba un poco en superficie para hacer más sencilla la bajada.
Pasado el (mal) trago de la arista, llegamos a ponernos los esquís y comenzamos a disfrutar. Es difícil de transmitir en vídeo o con palabras la inmensidad del lugar. Nunca había estado en un valle tan colosal, casi sin nada alrededor y con metros y metros de desnivel que no parecían acabar. Por suerte los guías eran de tiradas largas, y nos dejaron disfrutar mucho la parte inicial.
La parte media, con la zona más inclinada fue un rato divertido, obviamente no había prisa, y había que bajar de uno en uno. Lo más difícil era mirar las bañeras y no los enormes seracs y los laterales del glaciar en cada giro.
Por fin llegamos a la zona baja, no tuvimos que remar apenas, pero era simplemente ir recto. Podías mirar a los lados y admirar el valle glaciar. Aquí me sentí pequeño otra vez, esas enormes paredes del glaciar, unos 50 o 100 metros por encima del nivel actual del hielo me iban poco a poco cambiando el humor.
Cuando llegamos al final y visitamos la cueva de hielo, a medida que me iban cayendo gotas de agua del techo me di cuenta de lo efímero de aquel lugar. esa cueva tendrán que volver a excavarla el año que viene para los turistas (tanto los que esquían como los que no) bastantes metros más arriba.
La subida por escaleras se hizo dura, no por lo físico, si no por los carteles colocados con las distintas alturas del glaciar en años previos. El de 2001 fue devastador. No voy a dar la turra con el calentamiento global a nadie a estas alturas, simplemente os diré que creo que esa noche, todos tuvimos nuestro momento de reflexión.
Fui buscando una experiencia de esquí y volví con eso y mucho más.