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horacioclaudio
Enviado: 21-11-2006 18:54
Aguerridos foreros, campeones todos:
Dedico este nuevo y veraz relato al Joven René, quién me dio la idea del mismo (ya entenderá el porqué), al joven Tonis y al joven ARRA, ambos tres víctimas en la epopeya de "Las 7 Lamentaciones" de la batacozosicidad manifiesta y palpable, afortunadamente sin serias consecuencias. Os deseo una larga y dichosa vida. Un abrazo a toda la peña. pulgar arriba pulgar arriba pulgar arriba pulgar arriba



¿QUIÉN LO DIRÍA?



Introducción


Vístase de luto el diablo…cuando en derecho le corresponda. Aún es pronto.
Así debió pensar el bueno de Jardalo Ramírez Tumbona. Salvó su vida y su integridad física, no así la psíquica. Les aseguro que aquel día no había probado ni una sola gota de alcohol ni era víctima del mal de amores o de trastorno emocial alguno. Simplemente ocurrió porque tenía que ocurrir y punto. Debo añadir, en honor a la verdad, que difícilmente le hubiera pasado a otro. Nuestro joven protagonista era el candidato ideal para ello, sin duda. Y no es que tuviese un sueño especialmente pesado; sencillamente era (y todavía sigue siendo) uno de los tipos más despistados que he conocido en mi vida.
Guardó durante años y años aquel secreto. Sin embargo, terminó contándomelo a mí; según él, un individuo impresentable pero de quien al menos se podía fiar, pues aunque gilipollas en extremo, jamás he sido dado a desvelar lo que con cautela y buena fe me ha sido confiado.


Capítulo I

Había nevado hacía cuatro o cinco días. Aquel invierno fue especialmente duro. Seco y frío como pocos se habían conocido en aquel pueblecito de montaña. Levantóse, Jardalo, como siempre, a la luz del alba. No porque ésta le despertase, ya que ventanas y pestillos estaban cerrados a cal y canto, sino porque la estruendosa voz de un gallo, mil veces maldecido por Jardalo y por la mayor parte de la vecindad (no así por su dueño, quien disfrutaba “puteando” a los mismos), hacía alarde de poderío y mala leche apenas despuntaba la mañana. ¡Maldito gallo!, ciertamente. Era odiado por tanta gente que hasta hubo quien puso precio a su cabeza. Qué dificil, no obstante, hubiese sido acabar con su vida, pues si algo había aprendido, además de joder la marrana a quien deseaba seguir durmiendo cuando “más dulce” estaba la cama, era a defenderse de las múltiples piedras que tanto niños como mayores le arrojaban con saña a lo alto de la cobija del corral, especialmente alta y resguardada y donde este gallináceo tenía sus reales y su fortaleza.

Me consta que este endemoniado plumífero sigue vivo y que con, probablemente, más de cuarenta años (que no es poco para un ave de su especie), sigue dando la vara. Se sabe de buena tinta que un día se dignó a bajar de sus aposentos para yacer carnalmente con las hembras de su especie, propiedad del vecino colindante; y en plena calle y en plena siesta veraniega, alguien disparó a bocajarro contra él con una escopeta de cañones recortados. Desde entonces, y bien es sabido que bicho malo nunca muere, con un ojo menos, cojo, descrestado y con el pescuzo caído y la voz quebrada, canta todavía, si cabe, con más malaje que antes de aquella tragedia. Esa es su venganza. Hemos de respetarle…,creo.
Larga sería su historia y por sí sola llenaría páginas suficientes para escribir un libro, pero dejemos esto para otra ocasión y otro autor, pues no es este mi cometido sino el de referirles lo que Jardalo Martínez me ha pedido que haga. Largos años de sufrimiento silenciado han desembocado en la firme y ardua necesidad de revelar su vergüenza y humillación. Sólo así morirá tranquilo y dara luz verde a las negras vestimentas que han de adornar la piel del diablo.



Capítulo II


Tras pegar un salto de la cama y ponerse las botas sin calcetines (esta era su costumbre y me consta que sigue siendo), sin necesidad de vestirse, pues dormía vestido (esta era su costumbre y me consta que sigue siendo, incluso en las tórridas noches de verano), se metió entre pecho y espaldas dos tazones de leche bien caliente con abundante pan migado y un par de copas de aguardiente. Lo hacía para combatir el mal aliento, aseguraba (esta era su costumnbre y me consta que sigue siendo, especialmente en las gélidas mañanas de invierno, doblando la ración correspondiente hasta bien entrada la primavera).
Ordeñar las dos cabras, echar de comer al cerdo y limpiarle la zahúrda (esto no es complicado mientras el animal se entrega con fijación a su pitanza) y hacer lo propio con gallinas y conejos, no le llevó demasido tiempo. Llevaba mucho tiempo haciéndolo y con esa sabiduría que dan los años, bien puede decirse que era todo un experto, digno de reconocimiento y prestigio en tales lides.
Procedió, entonces, a lavarse con jabón casero que su madre y abuela hacían, ayudadas, eso sí, siempre por él mismo, que era todo un artista moviendo la mezcla, siempre en el mismo sentido, de izquierda a derecha ( no sabía bien por qué…nadie lo sabía, pero toda la gente del pueblo lo hacía así y hasta hubiese sido pecado el hacerlo al contrario.). Ayudado por un basto estropajo de esparto, cada mañana acicalaba su cara, orejas incluidas, y sus manos. El resto de su cuerpo lo dejaba para los sábados por la tarde, siempre y cuando hiciese sol y tuviese el ánimo suficiente para enfrentarse a lo que para él era una auténtica prueba de fuego. Yo lo comprendo perfectamente. Piense el respetado lector que no siempre se ha gozado de ducha y agua caliente en los hogares de España. Las más de las veces, sobre todo en los pueblos, las labores de higiene personal eran todo un admirable espectáculo que con frecuencia rayaba en lo heroico. Se hacía normalmente en los patios, en grandes lebrillos y tinajas de barro cocido sobre las que se echaba el agua hirviendo, recién sacada del fuego. A esa misma hora, en la mayor parte de los patios de las casas y casuchas, se oían mil gritos de espanto y horror ante los tirones de pelo que madres, abuelas y hermanas mayores propinaban a los rebeldes “aseandos”, quienes con no poca frecuencia huían a los montes y bosques (cuando todavía quedaban algunos antes de ser pasto del ladrillo y del hormigón) para evitar tan vil humillación y tan refinada tortura. Sepan, señoras y señores, que la roña se apoderaba de la piel de tan malolientes caballeros y hacía especial acto de presencia en cuello y pies. Sólo el despiadado estropajo bien enjabonado y espumoso, manejado con fuerza y a veces hasta con sadismo, lograba devolver el color natural de aquellos cuerpos ennegrecidos por el trabajo diario, por el barro del invierno y por la polvareda del verano. ¿Qúe le vamos a hacer? Todo sea por la noble causa de la higiene. Mención aparte merece el cortado de las uñas de pies y manos, realizado siempre con tijeras y haciendo caso omiso de las protestas del torturado, pues se apuraban en exceso para eliminar la grasienta mugre acumulada durante semanas, meses y a veces y en algunos casos, durante años.

Jardalo, refiere hoy, mientras llora amargamente, como sufría por todo aquello, especialmente cuando el jabón le entraba en los ojos y pataleaba y berreaba como si se celebrase una pelea entre gatos con arestín dentro de sus entrañas. Jamás llegó a acostumbrarse. Las niñas y los adultos, especialmente los ancianos (que antes eran uno más, muy respetados por cierto, en la mayor parte de los hogares. Háganse las debidas salvedades, ¡vive Dios!), llevaban esto bastante bien y rara vez hubo alguna protesta que saliese de sus labios. Incluso se prestaban a ello con una frecuencia que horrorizaba a los chavales.
Sin duda, venerado lector, ahora no distinguiría a los chicos de las chicas por su olor, su limpieza y aspecto externo, pero créanme cuando les digo que hasta no hace mucho, ésta era manifiesta, palpable y notoria. ¡Qué barbaridad, hasta donde hemos llegado!

Capítulo III

En este orden de cosas (como dicen muchos periodistas y políticos haciendo gala de su estúpida pedantería), Jardalo asistía, tras el referido lavatorio, a la escuela nacional de su pueblo. Tenía ya diecinueve años, pero junto con otro chaval que tenía veintytrés, eran admitidos cada día en la misma, junto a los críos, durante algo más de una hora, para que al menos consiguiesen aprender a leer, escribir y las cuatro reglas. Aunque estaban escolarizados desde los seis años, rara vez habían podido asistir más de un mes seguido a las clases de Don Beltrán , excelente maestro y padre del conocimiento, quien con escasos medios y paciencia infinita, conseguía poco a poco que estos dos alumnos progresasen y llegasen a ser ciudadanos de provecho. Su tarea era admirable y sirvan estas líneas para expresar el agradecimiento, respeto y consideración que le profesan todos cuantos he conocido, incluido nuestro héroe, que fueron discípulos suyos. A este señor, por su bondad y temple, nadie le puso apodo alguno, como siempre ha venido en ser tradición para con los maestros en esta nuestra España, especialmente con los que eran un “hueso” y de carácter irascible, ni tampoco nadie le cantó aquello de:
“Padre nuestro que viene el maestro, lo metí en un cesto, lo “eshé” a “roá” y no lo vi más”.
O aquello otro de : “Padre nuestro que viene el maestro, con un garrotillo “pa” pegarle a los “shiquillos”.
Era, con todo honor y gloria, una persona muy querida; sin lugar a dudas.

Tras recibir la preceptiva y matutina enseñanza, Jardalo volvía al hogar que le vio partir poco antes para tomar un par de chatos de buen vino casero a fin de bien bajar por su gaznate una o dos tajadas de chorizo y una rebanada de pan untada con la grasa sobrante del día anterior, solidificada por el frío, de haber frito unos picatostes para añadir a los huevos con patatas que cada noche le servían de cena.
Restaurado nuestro protagonista, con la talega del almuerzo preparado por su abuela y con la azada al hombro, pavoneándose ante las jóvenes doncellas del pueblo, e incluso ante las no tan jóvenes ni doncellas tampoco, atravesaba las calles, silbando bajito, para que no se notase que lo hacía fatal, en dirección a su pequeño pero bien aprovechado terruño. Trabajaba aquí, hasta que el sol se ponía y a veces hasta más tarde. Regresaba al pueblo entrando por la calle principal aunque podía acortar su camino echando por otras secundarias. Pero esto no sería lo mismo, ya que a esa hora y por ese lugar sería más visto por la gente que alababa su lozanía y ensalzaba su estampa de buen trabajador y buen mozo casadero. Normalmente ya no silbaba, sino que demostraba su hombría fumando, o haciendo ver que fumaba, la misma colilla que había encendido poco antes de entrar a la aldea, y que no se la despegaba de sus labios. Llevaba encendiéndola y apagándola por lo menos una semana. Tras su consumo total, volvía a prepararse otra que nuevamente le duraría lo mismo, si no más. Se explica esto si tenemos en cuenta que jamás, por más que lo intentaba, aprendió a fumar. Eso sí…, la sujetaba como nadie en la comisura de su boca; y por si fuera poco, era capaz de hablar y de escupir con gran habilidad sin necesidad de quitársela.


Capítulo IV


Aún no había llegado ni la tele ni el frigorífico a su casa. Sólo disponían de tales electrodomésticos modernos, junto con la lavadora, los más pudientes, quienes alardeaban de su posición social en todo momento, incluso cuando durante la misa dominical el monaguillo pasaba la bandeja y con aire de superioridad soltaban el billete de veinte duros convenientemente doblado por la mitad para que sus ángulos se viesen bien, cayese como cayese, en la misma. Esto era muy importante, dado que si no se doblaba caería plano y menos fieles se apercibirían de su “generosidad”. Que quede constancia de ello.

Nuestro amigo, entonces, sin nada más importante que hacer, ni tener otra cosa con la que entretenerse, se dedicaba junto con los críos, a pesar de que hacía tiempo que dejó la infancia, a apedrear perros abandonados y a atarles latas en el rabo cuando conseguían coger a alguno, normalmente cojo o enfermo por los años o el hambre acumulada. Hubo un día en que en el muladar cercano, servidos por un grueso anzuelo y una larga guita, atraparon a un buitre al que ataron cuidadosamente un gato a su espalda y lo echaron a volar a continuación. Lo último que se sabe de este asunto es que caían plumas desde lo alto y se oían terribles maullidos. Tras estas y otras diabluras impropias de su edad y condición, Jardalo se dedicaba a buscar algo de leña en la alameda cercana y encender el brasero que habría de servir a la familia, formada por sus padres, su abuela y sus tres hermanos, como calefacción , previamente colocado en la mesa camilla. Permítame el paciente lector que haga un inciso aquí para alabar la grandeza de este gran invento, madre y compañera durante los frios invernales, junto a la cual se comía, se bebía, se hablaba, se cantaba, se reía, se jugaba a las cartas mientras la abuela hacía punto y la madre y la hija preparaban los primores para cuando ésta se casara. Por supuesto, también se echaba el pulso y se pillaban buenas borracheras en Nochebuena y Nochevieja, tras la cual se salía a continuar con “el lobazo” y junto con otros y a veces otras, cantar ante las puertas de la vecindad aquello de :
“…que eche Vd. vino, que eche Vd. vino, que no lo he probao en tó el camino”. Y muchos echaban ese vino; otros lo que echaban era agua y hasta meados. Déles Dios mal galardón a estos últimos, que siempre ha habido y habrá indeseables en todos lados.



Capítulo V


Acostóse temprano, como era lo habitual, Jardalo Martínez Tumbona, y a su par el resto de la familia. Esto, al contrario que ahora, en nuestras sociedades de insomenes y poco descansados, muy cansados y zombis urbanitas, era lo normal para aquellas gentes que trabajaban de sol a sol, cada uno en lo suyo, desde el más pequeño hasta el más grande, incluso los jubilados, si bien respecto a estos últimos podríamos apreciar que no lo eran, pues siempre tenían algo que hacer hasta que les llegase la enfermedad o la muerte. Por si fuera poco, en vez de cenar sopa de sobre y hamburguesa, tomaron jugosos alimentos que contenían todo el sabor y valor nutritivo que cabria esperar y no les daría dolor de barriga por el exceso de conservantes, colorantes, aromatizantes, antioxidantes y estabilizantes.

Al no haber ni tele ni “deubredé”, ni ordenador ni desordenador alguno, se charlaba hasta que el sueño hacía caer los párpados de quienes cogerían la cama con sumo placer y se entregarían a los brazos de Morfeo al poco de embutirse en las mantas que conservarían el calor de sus cuerpos hasta que comenzase otra nueva jornada. Siempre habría excepciones, por supuesto, y no faltarían las familias donde la escasez , la bronca, las almorranas y otros males harían de sus veladas (y nunca mejor dicho, pues no tendrían, por aquello de la solemne pobreza ni una triste bombilla de aquellas de cuello retorcido y las traipas ardiendo, y habrián de apañárselas con las velas fruto del afano en los cementerios y en las iglesias.) auténticas pesadillas. Qué no se nos olvide.

Fue así, cómo Jardalo Martínez Tumbona, vestido pero descalzo y con sus malolientes pies, se metió en la piltra no sin antes echar una prolongada meada en el desconchado orinal de metal esmaltado lleno de abolladuras y desconchones pero no por ello menos apto para lo que en su día fue concebido y había pasado con tal fin y uso de generación en generación. Aún lo conserva y aunque él no lo diga, doy fe de que sigue utilizándolo. Yo lo veo bien y no ejerzo ninguna crítica despreciativa al respecto. Antes al contrario: de esa forma no tiene que ir al servicio a media noche y arriesgarse a coger un constipado. Bien saben Vds., por otros de mis verídicos relatos, que esto de las escupideras, su importancia y su trascendencia, es algo muy serio y con lo cual no deberíamos bromear. Hemos de considerar su relevancia en los usos y costumbres de nuestros antepasados antes de que apareciesen los inodoros y el alcantarillado público se generalizase. Hay mucha gente en el llamado mundo industrializado que sigue sirviéndose de ellas y hasta las reverencia en señal de admiración por la gran ayuda que tan sagrada vasija ha prestado a la Humanidad y a su progreso.

De igual forma, tras la micción, se subió en la cama y desde aquí alcanzó perfectamente a una de las longanizas que mordió y engulló con placer. Éstas colgaban de uno de los travesaños de madera de la estructura improvisada que descansaba en alto sobre cuatro postes, bien amarrados cada uno en su respectivo rincón. Era aquello algo muy habitual, y por la falta de espacio útil, especialmente cuando de familias numerosas se trataba, se aprovechaban las cámaras o dormitorios como despensas y hasta como secaderos improvisados de los embutidos que se eloboraban en la matanza anual del cerdo. ¡Qué ingenio y qué ecúmbrico saber para adaptarse a la escasez y salir airoso de ella! ¡Insuperable, ya lo creo!


Capítulo VI


Normalmente se despertaba una o dos veces en el transcurso de la noche para aliviar sus necesidades fisiológicas y vaciar el contenido de su henchida vejiga . Ero algo tan habitual para él que lo hacía de forma mecánica, sin necesidad de encender la luz ni desperezarse del todo. Tanto era así que en no pocas ocasiones realizaba tan necesaria función sin despertarse del todo. Al día siguiente ni se acordaba de si se había levantado a “hacer pipí”, como decían los pijos de ciudad de aquella época (y los de ésta también), pero sabía perfectamente que lo había hecho. Sólo alguna vez cometió el error de usar una de sus botas como orinal, lo cual era especialmente molesto y mosqueante para él, sobre todo en invierno, incrementado ello con su firme principio de no usar calcetines. Más allá de aumentar el hedor de sus pies y que algunos perros del pueblo orinasen en los mismos, atraídos por aquel, mientras charlaba, parado, con alguien, el asunto en cuestión no tenía mayor trascendencia…bueno tal vez sí para el animal que recibía un terrible puntapié en todo el hocico cuando menos se lo esperaba. Eran muchos los perros desdentados por tal causa en el pueblo de Jardalo. ¿Pero qué dueño iba a clamar venganza por su can si éste, según testigos, había sido el culpable de la ira del miccionado?

Pues bien, mis veteranos lectores, sepan que aquella noche, la referida al principio de este relato, nuestro joven se levantó, como de costumbre, dos veces. No hubo problema con la primera, consiguiendo aliviarse de forma natural y en el preceptivo orinal, tras lo cual volvió al calor de sus mantas y al abrazo de su sueño. La segunda, sin embargo, tras repetir la misma operación y colocar el orinal debajo de la cama , según el inveterado ritual, para no pisarlo y volcarlo cuando se levantase, como alguna vez había ocurrido (esto es muy desagradable, se lo aseguro), no debió haber finalizado como cabría esperar. Algo extraño había ocurrido. Tal vez pasó más de media hora cuando el frío hiriente penetró en sus carnes y le hizo estornudar varias veces. Como buenamente pudo, se acurrucó sobre su propio cuerpo a fin de perder el menor calor posible, tapándose a su vez por encima de su cabeza y dejando tan sólo un pequeño resquicio por donde poder respirar. Volvió a quedarse dormido. No tardo, de todas formas, en despertarse de nuevo, víctima , no ya sólo del frío intenso, sino también de la dureza casí pétrea de su lecho. ¿Qué diablos había pasado? Nuestro mozo no estaba dispuesto a levantarse, encender la luz y estudiar la problemática. ¡Ni mucho menos! Tenía sueño y sabía que volvería a quedarse dormido enseguida si ignoraba totalmente aquella extraña situación. Así fue y así ocurrió. Pero de nuevo el frío, la dureza del colchón y ahora el borde de unos hierrecillos doblados que se le hincaban en el costado, a la derecha del colchón, hacían que la noche se convirtiese en un calvario. Pensó que sencillamente eran los del somier que lo habían atravesado por el peso de su propio cuerpo, que por reviejo y desgarbado, cien veces arreglado con alambres gruesos y retales de tubos sobrantes de alguna obra, debían ser la causa. El mismo pensamiento ocupó la mente de Jardalo y volvió a dormirse frente a tanta adversidad. Era cabezón, realmente muy cabezón. Cualquier otro durmiente se hubiese levantado y hubiese tratado de estudiar el porqué de tan extraños “fenómenos”. Nuestro protagonista no.
No habrían pasado ni diez minutos cuando el frío era ya insoportable, el colchón era aún más duro que la más dura de las piedras y los hierros más lacerantes que la más gruesa de las cadenas. Unido a ello, el espacio de su yacija, si bien desde un principio lo había notado, era ya insoportablemente pequeño; tanto que ni encogido totalmente y en posición fetal conseguía que alguna parte de su cuerpo no sobresaliese de la única sábana que apenas era suficiente para medio taparle. Concluyó, ante su manifiesto malestar, confusión y tremendo enfado, que las mantas se habían caído al suelo quedándole tan sólo aquella sencilla y pequeñísima sábana, que de forma sobrenatural también se había encogido a la par que el colchón. Siguió la obstinación de este joven y con tal arrojo de furia depositó su cabeza sobre la inexistente almohada, que el tremendo golpe hizo que desistiese de seguir batallando ante lo desconocido y se levantase a aclarar tan inaudita realidad. No hizo falta, pues al intentar apoyarse para salir del lecho, su trasero y sus brazos, literalmente, lo hicieron en el vacío dándose un batacazo nocturno del que todavía hoy, muchos años después no ha conseguido recuperarse, hablando siempre en términos emocionales, pues del la brecha que se abrió en la frente al dar de bruces contra el suelo de sólido y gélido terrazo, con veinticuatro puntos de sutura y curas diarias con yodo, amén de la inyección contra el tétanos, fueron suficientes para restablecerlo en relativamente poco tiempo. Y es que el dolor moral, la indignación y el abatimiento del orgullo propio jamás se olvidan.

El muy imbécil, mis loados lectores, tras orinar correctamente en la adecuada vasija, sin derramar ni una gota afuera y abrocharse la bragueta de sus pantalones de pana, en vez de acostarse en la cama, como Dios manda, se acostó en un arca pequeña, a dos pasos frente a aquella. Estaba hecha con madera de encina. Su tapa abatible se sujetaba por goznes cuyos gruesos clavos de sujeción la atravesaban para doblarse sobre la misma. Era costumbre poner un pequeño lienzo de tejido fino encima de ella para preservarla del polvo. Comprenderán Vds. que tan pequeña tela difícilmente podría cumplir con el requisito de abrigar el cuerpo de quien bajo él se cobijase, por más que éste insistiese.



A pesar del tremendo golpe y mayor impresión, Jardalo salió vivo de “aquella movida”, como dicen los jóvenes de estos tiempos. Le pronostico una larga y dichosa existencia, sobre todo ahora que ha desembuchado tan negro y oculto pesar. Es una persona totalmente limpia de traumas y complejos y está dispuesto, según me confiesa, a seguir haciendo esperar al diablo y a todo su séquito el día de su muerte. Tendrá que seguir esperando, tan maligno e impresentable elemento, para vestirse por él del reglamentario luto, sentencio.




P.S.: Ni que decir tiene que el conocimiento de tal tragedia se extendió como un reguero de pólvora por todo el pueblo y sus alrededores, siendo el bueno de Jardalo la mofa y burla de quienes con saña eran, y todavía lo son, dados al cachondeo y a la risa cruel y despiadada.
Desde entonces ya nadie dice por aquellos lares porrazo, batacazo, cepazo, desalmazo, costalazo, leñazo, trastazo, castañazo o guacharrazo, que todas valen por ser palabras sinonequias y vienen a referir lo mismo, sino que se dice simple y llanamente JARDALAZO, en honor a su creador indiscutible: Jardalo Martínez Tumbona. Tomen nota, señores, porque tan ecúmbrica palabra empieza a difundirse por toda la hispanidad, afirmo.



Horacio Claudio Houseman Morlengo



En Granada a 20 de noviembre de 2.006
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Enviado: 21-11-2006 19:19
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bravo!!!
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Enviado: 21-11-2006 23:11
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risas risas risas chino amablechino amable si senior un piñazo sin conocimiento guiñopulgar arriba
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Enviado: 27-11-2006 00:21
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Hay q ver si es no hay na como ir a ciegas pa pegarte un guantazo risas
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