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horacioclaudio
Enviado: 14-10-2006 00:12
Lo sé. No lo cuestionen, se lo suplico. Nuestro buen Pichote es conocedor de la lealtad que Vds. le profesan y se digna en presentarles sus respetos; y yo, el humilde redactor de su grandeza, tengo a bien traer hoy aquí algunos párrafos más de la misma. Con sincero agradecimiento confío en que deleite sus mentes y las avive en orden a creer en la veracidad de lo aquí expuesto, afirmo. Un abrazo, compañeros. pulgar arriba pulgar arriba pulgar arriba pulgar arriba pulgar arriba pulgar arriba pulgar arriba pulgar arriba



Capítulo VII

Junto con algunos jornaleros que se alojaban en la parte más desvencijada, húmeda y cutre de la hacienda, muy frecuentada, para mayor inri, por polillas, carcomas, chinches, cucarachas, grillos cebolleros, ratas, ratones y hasta por sapos y culebras, pues la parte nueva y lujosa era la reservada para las visitas temporales de los señoricos, el casero y la hija, asustados, se interesaron por la causa y origen de tan tremendo bramido y ante la explicación de los hechos y sin observar nada preocupante (al menos en exceso), todos se retiraron a dormir, incluido el amigo. Pichote no lo hizo. Tenía tareas más importantes e inexcusables a las que dedicar su tiempo hasta que el sol saliese por el horizonte.
De nuevo bajo la tenue e insuficiente luz de la tulipa, nuestro protagonista, siendo conocedor del cometido a realizar, tras su profunda meditación, en el sepulcral silencio de la noche, sólo interrumpido por los ronquidos de los durmientes y por la voz estruendosa de algún mochuelo que otro, sacó su navaja del bolsillo derecho de su pantalón, tal y como solemos hacer los que, como él, tambien somos diestros. Era ésta de las llamadas “choteras”, cuya alargada y fina hoja, acabada en agudísima punta, es por muchos conocida, especialmente por los que se dedican a sacrificar a algún chivo (no necesariamente expiatorio), para cocinarlo en las grandes ocasiones (y a veces no tan grandes) como bodas y bautizos. Bastante oxidada y con las cachas de madera de olivo muy deterioradas por el uso y la longevidad, pues había pertenecido al abuelo, todavía seguía siendo útil; ¡y lo que le quedaba!
Tajó sin miramientos la estrecha correa de su zurrón y lo mismo hizo con la del amigo, sustituyéndolas por la cuerda con la que se amarraba los pantalones (práctica ésta muy generalizada por aquellos entonces), de sobrada longitud y previamente dividida en dos mitades.
A continuación procedió, con esmero, a cortar cada una de las correas, en sentido longitudinal, en tres delgadas tiras. Las anudó por uno de sus extremos y con la soltura y gracia del mejor de los cordeleros, las trenzó en poco tiempo, teniendo la precaución de proceder a la realización de otro nudo justo una cuarta antes de llegar al final. Con lo cual, bajo este nudo, los tres cabos de las tiras quedaban libres para poder ser usado este látigo , así fabricado, con la función que le estaba reservado. Buscó, tras esta operación, nuestro artesano, el palo adecuado que había de servirle de mango a tan eficaz arma. Sin pensarlo dos veces, se dirigió a la puerta donde una vieja, perdón, viejísima y de muy mal aspecto silla de anea y madera de álamo, servía para que quien lo desease se sentase en la misma, asumiendo él toda la responsabilidad de su integridad física. Francamente, dudo que alguien en su sano juicio lo hiciése si en algo apreciaba la entereza de su cuerpo, pues bastaba con sólo mirarla para que se cayera al suelo. Uno de sus travesaños inferiores de las patas traseras, con una adecuada forma ahusada, fuésele retirado con gran facilidad, pues éste, literalmente, bailaba sobre los agujeros en los que iba alojado. Colocada de nuevo la silla en su posición original, apoyada sobre la pared, ya que si no era así no se sostenía por sí misma, nada se notaba y probablemente pasaría mucho tiempo antes de que alguien echara el travesaño en cuestión en falta.
Con una vieja sierra, también muy oxidada, que encontró tras mil telarañas en el cuartucho destinado a no se sabe bien qué y que siempre tenía la puerta abierta, cortó por la mitad el palo, quedándole, de este modo, dos trozos simétricos sobre cuyos extremos, previamente muescados, ató firmemente los azotes. Ya tenía, gracias a su imaginación y habilidad, el joven Pichote, los dos indispensables látigos; uno para él y otro para su fiel sirviente.
Del referido cuchitril consiguió también una gruesa soga de cáñamo retorcido de tres cabos y un buen manojo de esparto curado y majado con el que en menos de una hora, dada su experiencia, tejió dos fuertes y eficaces hondas, que aún siendo de noche, las probó con alguno de los guijarros que encontró en el patio , procurando lanzarlo, eso sí, lo más apartado posibloe para que al caer, su lejano impacto, no despertase a nadie.

Puedo asegurar al lector que nuestro personaje, aunque no hubiese descubierto aquel cuartucho inmundo y desordenado, lleno en su mayor parte de trastos viejos e inútiles, habría conseguido sus cosas con la facilidad que da el ingenio y la agudeza que presta a quien lo atenaza, el recién nacido y enfebrecido amor.
Sus dos látigos, su dos hondas y su soga, serían sus armas y las de su compañero. Él y sólo él habría de velarlas junto al pozo en el medio del patio que abastecía de agua al cortijo. Él fue su ideador y su hacedor y a él correnpondía tan sacrificado pero solemne y necesario ritual como si de un caballero medieval se tratase que por primera vez, antes de tener el honor de ser nombrado como tal, hubiere de velar sus armas y su armadura durante toda la noche.

Bajo la luz de las estrellas, en aquel firmamento sin luna, Pichote García Rascaubres, junto a sus armas y de rodillas frente al pozo, rezó y lloró durante horas para hacer acopio del valor que necesitaría para propinarse, con su resignada aceptación y sus propias manos, cien latigazos en sus lomos y en sus nalgas; uno por cada una de las cabezas de ganado con las que habría de iniciar un periplo de tal vez más de un mes de duras y angustiosas jornadas. La visión a través de sus lágrimas de la imagen del bello rostro de su amada, le inoculó la última gota del coraje que precisaba para tan menesteroso e imprescindible sacrificio.
Desnudóse y descalzóse y quedándose en los cueros de su cuerpo, tal y como lo trajo su madre al mundo, nuestro héroe, a dos manos, latigazo va y latigazo viene, sacudióse las diez decenas de zurriagazos que la proeza que había de realizar, junto con Juan José Pocapanza Salmuera exigía para contentar a la Divina Providencia que había de guiarles en tan singular odisea.

Capítulo VIII

A las primeras luces del alba, el pobre flagelado, tiritando por el dolor y el frío del amanecer, fue socorrido por uno de los jornaleros que tenía por costumbre liar un cigarrillo y fumárselo tranquilamente antes de que el resto hiciese lo mismo para, dada su tacañería, no tener que compartir su tabaco con nadie y, eso sí, gorronear él mismo el de algún compañero cuando éste procediese a liar el suyo.

Tres días con sus noches fue cuidado, panza abajo, por supuesto, por la hija del casero, Funebria de las Mercedes, hija de Don Lóbrego y de Doña Sepulcralia de la O…,de la Ostia que le arreó al marido seguida de una acertada y ensañada patada en los mismísimos morlengos cuando éste intentó, por causa desconocida, ponerle la mano encima. Le estuvo muy bien empleado, afirmo. Éste siempre fue un tipo impresentable.

El paradero actual de doña Sepulcralia de la O es todo un misterio. Se rumorea que cambió de nombre , pasando a ser Carmen, y que vive en Ronda de su honrado y afanado trabajo en una fonda y que madre e hija se ven con frecuencia a escondidas del padre, pues están muy unidas.
Aún en posición decúbito prono y medio muerto por la tremenda y autopropinada golpiza, dio órdenes, sacando fuerza de flaqueza , a Juan José Pocapanza para que confeccionase un extraño bálsamo, al que llamaba “de juergablás”, del que sólo él y tal vez algún otro, conocían su composición. Pidióle guardar firmemente el secreto de ésta y que se pusiese de inmediato manos a la obra para que le fuese aplicado cuanto antes . Aunque un servidor lo supiera, respetado lector, me negaría a exponer aquí la lista de plantas medicinales y otras extrañas sustancias que componen tal ungüento, en orden a respetar el deseo de Pichote de que sólo pasaría tal fórmula a sus descendientes, si algún día los tuviere, a condición de que ello se mantuviese cerrado a cal y canto en la linea sucesoria de su persona. Puedo, no obstante, referirles porque ello no es trascendente, que en su elaboración interviene, junto a la boñiga de vaca y el polvo de la cal de las paredes, dos plantas por muchos conocidas, la “salvia”, con un alto componente de estrógenos (hormonas femeninas), que alarga la vida, fomenta la sabiduría y protege contra el mal de ojo, y la , cómo no, “bolsa de pastor”, también llamada pan y queso, que contiene ácido fumérico (que no sé que es ni para que sirve), y es un excelente cicatrizante.
No tardó el compañero en preparar tal mejunje y tras rezarle varios padrenuestros y avemarías y orinarse (han leído Vds. bien) en el mismo, obedeciendo a Pichote, lo puso en las goriláceas, perdón, quería decir cristalinas manos de Funebria de las Mercedes, quien con fraternal cariño, pringó las heridas del yacente cada ocho horas, siguiendo sus instrucciones, durante los tres referidos días.
Sepa el lector que, y esto si puedo y debo ponerlo en su conocimiento, que el referido “Bálsamo de Juergablás”, venía comentado y pormenorizado en uno de los libros, conseguidos sabe Dios cómo, en cuya lectura, Pichote, pasaba con frecuencia las noches enteras. Con tal pasión se dedicaba a tal afición que no eran pocos en el pueblo los que pensaban que por ello se le secó el cerebro y tornó en volverse loco. Yo, particularmente no lo veo así y entiendo que tan gran persona luchase por vencer la prueba a la que había sido sometido con el fin de vivir el resto de su existencia con su ganado, disfrutando del aire libre y del rubicundo Apolo de nuestra bella Andalucía.
No sería de extrañar que las primeras curas, directamente aplicadas sobre su piel, provocasen que la víctima profiriese los más terribles alaridos ante el escozor y enrojecimiento violáceo manifiestos que ésta padecía. Aguantó con el estoicismo de los mártires del cristianismo en los circos de Roma durante estos tres inacabables días. Curaron sus heridas (bueno no del todo, pero él así lo afirmaba) de manera milagrosa y dispuesto ya para la partida, junto con Juan José Pocapanza, sus zurrones y sus “armas”, dirigieron sus pasos en dirección al redil donde el ganado brincaba como teniendo constancia de que iba a ser liberado en ese momento. Así fue. Y visto y no visto, semejantes reses, que nunca antes fueron manejadas por pastor, cabrero e incluso vaquero alguno, asalvajadas y de dificil doma, abandonaron el corral dando los más inesperados saltos y dirigiéndose, sin dirección fija, a los 32 rumbos de la rosa de los vientos. ¡Era de esperar!

Capítulo IX

Ya antes, y especialmente durante su período de convalecencia, nuestro singular pastor sabía perfectamente lo que tenía que hacer. Tras abonar los gastos de su breve estancia y despedirse del padre, de la hija ( a quien agradeció sus cuidados y prometió volver en su busca) y de los jornaleros, quienes, salvo contadas excepciones, reían y desconfiaban de su triunfo salió de la hacienda, y a su lado su fiel ayudante, quien en voz baja se planteaba la posibilidad de abandonar la empresa.
Un vez alejado de allí, y dirigiéndose hacia el Sur ( el sabía muy bien como orientarse sin necesidad de brújula ni otros adelantos semejantes) pidió a Pocapanza que dispusiese la soga que habría de servirles para amarrar el alimento, no lejos de donde se hayaban, en forma de amasigo inmenso y abandonado por otros, normalmentae por incomestible para sus mimadas reses. Con tal cebo pretendía atraer, si no a los cien, al menos a la inmensa mayoría de los evadidos.
Costóles trabajo, sin duda, especialmente al amigo, pues siendo bastante canijo y de pocas carnes, algo muy frecuente en aquella España de la escasez generalizada, tal trabajo se le hacía muy penoso. También para Pichote, no mucho más alto que él y de igual modo descarnado. Dando continuos arrastrones de su bien atado paquete, consiguieron colocarlo en el lugar adecuado. Ahora sólo habría que esperar a que el olor de la pitanza y la gazuza del desperdigado ejército se aunaran para caer en las garras de quienes se convertirían en sus carceleros. Aprovechando una antigua y abandonada corraleta, se pusieron raudos al trabajo de repararla con piedras, palos y sobre todo muchas ramas y matojos. Acabaron tal labor sumamente cansados, y bajo una aislada encina, tras cenar dos nueces, dos pasas y un bocado de pan cada uno, junto con algunos tragos de agua, se entregaron al más profundo de los sueños, arropados ambos por un sencillo cobertor, o mejor dicho por una infinidad de remiendos y zurcidos en lo que otrora fuese una sencilla manta.
Antes de que el sol asomase por el horizonte anunciando un nuevo día, el ruido de los hambrientos comensales, llevados por su olfato hasta la comida , despertó a los durmientes, quienes, habiéndolo planeado todo la noche anterior, decididos, cada uno, látigo y honda en mano, con no pocos ni sencillos esfuerzos, y validos de su juventud, rapidez y agilidad, consiguieron encerrar a la cabaña en la, preparada para tal propósito, corraleta. Ya contada, tan sólo faltaban siete y sólo siete cabezas . Fue cuestión de esperar algunas horas más, y a eso del mediodía, del mismo modo, acabaron junto al resto del rebaño.
Tres días estuvieron sin darles nada de comer ni de beber. Al cuarto, habiendo recogido los restos de la pitanza , nuevamente bien amarrada y trasladada, tal vez doscientos metros más al sur, junto a un arroyuelo, las desmayadas reses, a gran velocidad, la alcanzaron. Comieron y bebieron hasta saciar su hambre y su sed. De nuevo, a base de látigo y habilidad pasmosa, fueron trasladados a su prisión particular. Repitióse la operación al día siguiente, y así sucesivamente, hasta que terminaron por aprender que su alimento y su supervivencia estaba en manos de sus dos inflexibles captores.
Comenzaron, ahora, a avanzar cada día un poco más, siguiendo, siempre con dirección austral , una línea quebrada coincidiendo con los restos de comida dejados por los lugareños y cortijeros del lugar y que su propio ganado rehusaba. Tan convencido estaba ya de su sagacidad y desenvoltura, y sabiéndose muy capaz de acometer con final feliz el reto que le fuere impuesto, siendo consciente de su alcance, trascendencia e importancia, quiso, como buen caballero, añadir al suyo el nombre de su Patria y llamarse Don Pichote de la Algaida. ¡Azombrozo!
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Enviado: 17-10-2006 08:32
Registrado: 19 años antes
Mensajes: 1.080
Muy buena la versión cervantina de las andanzas de Pichote pulgar arriba
Esperamos el siguiente capítulo de sus andanzas.
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Enviado: 17-10-2006 20:40
Registrado: 19 años antes
Mensajes: 4.032
si es que los garcia somos la hostia Diablillo ,muy bueno horacio pulgar arriba pulgar arriba
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