Sirva la Divina Providencia como la más firme garantía y testigo de que estaba totalmente dispuesto a compartirlo. Yo soy así.
Han transcurrido las horas desde que puse en conocimiento de esta noble afición mi intención de salir, guiado por la plateada luz de la luna rumbo fijo a Ermita Vieja. Soy hombre comprensivo. En verdad os digo que entiendo a quien, sujeto por los horarios y las aceradas cadenas que esta endiablada y atosigante civilización impone, aun estando su espíritu con el mío, le ha sido imposible unir al mismo el de su propio ser y el de su máquina. Otra vez será.
Expedito y con pedalada decidida, tras aguardar diez minutos a algún posible compañero, y en vista de que nadie acudía a mi llamada y ruego, partí del puente que me vio llegar. He tenido que sufrir los infernales ruidos, pitidos, humaredas y prisas propias de esta ciudad que se extiende ya hasta más allá de lo que en pura lógica y natural raciocinio cabe suponer.
Así es, mis venerados compañeros. Era el coste a pagar hasta llegar, por el cruel y deshumanizado asfalto, a Gójar. Tras este municipio, antaño tranquilo y hoy justo lo contrario, la ruta hasta Dílar ha sido más llevadera, transitada tan sólo por un coche que otro. Arrivado a la fuente de tan precioso pueblecito, he saciado mi sed y he arrancado un salmo a mi corazón que ya empezaba a saborear la ecumbriasis de mi aventura. Llegado al río, la suave brisa ha acariciado mi rostro como si de manos de mujer se tratara. Sentíame feliz y agradacido por tan loable bienvenida a las montañas que me han visto hacerme hombre e incondicional enamorado de su acogedor seno, del arrullo rejuvenecedor de sus aguas, de la fragancia de sus vivificantes aromas de romero, de jara, de tomillo, de pino y de vida plena y serrana, de sus rocas y laderas, de sus barrancos y quebradas, de sus cumbres y de sus collados, de sus prados y balcones, del majestuoso vuelo de sus águilas y del envalentonado salto de sus monteses.
Embriagado, así, de poesía y belleza, oyendo el silencio, sin duda la más hermosa de las melodías y la más completa de las sinfonías y saboreando el dulce aire que llenaba mis pulmones y mi alma, pedalada tras pedalada, verso tra verso y amparado por la luz de las estrellas, he llegado hasta mi objetivo. La simpar Selene me ha dado su acogida y ha iluminado con su rostro el último sendero de mi andadura. Le quedo reconocido y acojo su luz como quien abraza a la más fiel de las compañeras. ¡Qué ecúmbrico paisaje el que ha desplegado ante mis atónitos ojos, dejándo ver su hermosura tras los pinos y luciéndose galana por encima de los egregios Alayos! Gracias Luna, gracias Selene, diosa de la noche y amiga del hombre. Sentado tras la ermita y frente a ti, he rogado por la Humanidad, por su sosiego y por la merecida paz para las buenas gentes que merecen tu comprensión y tus encantos. ¡Me has hecho feliz! Pleno de tu dulzura, ya en el inevitable regreso, tras atravesar con prudencia la vereda que atraviesa el cerrado bosque, he llegado al pueblo que sació mi sed y tras éste, de vuelta a casa y a la rutina. ¿Qué le vamos a hacer? Al menos, eso sí, me has dado la fuerza necesaria para soportar mejor los avatares del proceloso enjambre de nuestras ciudades, y una vez más me has repetido que hay dos lunas, dos soles, dos mundos y dos caminos, los de la noche y los del día.
P.S.: Tal como he indicado al principio, si alguien hubiese podido acompañarme, sin duda habría compartido el bocata de jamón y queso que me he zampado en Ermita Vieja; eso sí...su pedazo, tal vez hubiese sido algo más pequeño que el mío. ¡Y es que el hambre es mu mala...!
Un abrazo, compañeros.