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horacioclaudio
Enviado: 06-10-2006 01:19
Mis venerados lectores: con el debido respeto y por supuesto con el permiso del joven Wilhelmi, señor y dador del presente foro, de su alcance y de su contenido, me tomo la libertad de añadir algunas líneas más al iniciado, la semana pasada, relato. Ruégoles nuevamente paciencia en su lectura y recuerden en todo momento que este humilde servidor suyo, con su también humilde pluma, no hace sino exponer la verdad de unos hechos que por ésta y por las venideras generaciones deberían ser conocidos, afirmo. Reciban Vds. un fuerte abrazo. pulgar arriba pulgar arriba pulgar arriba pulgar arriba




Capítulo IV

Convendrán conmigo en que, en principio, difícilmente, pero que muy difícilmente se podría hacer carrera de Rascajetas. Más que nada, sostengo, que si bien es cierto que ya Santo Tomás de Aquino nos habló del “acto y de la potencia”, toma especial cuerpo aquí y en la generalidad de estos casos en los que potencialmente este sujeto lo mismo era más inteligente y más apto que el hermano, pero de acto era lo que muchos tildamos como un “negao”. Eso sí, hablando en términos de felicidad, bien podría llegar a ser más afortunado que Pichote y más gozoso de la vida si algún día, y no sería la primera vez que esto ocurriera, sentase cabeza, asesase y se hiciese hombre de provecho “manque” fuese cuidando cabras, que el hermano por muy genio que llegase a ser de la medicina, de la botica, de la teología, de la enseñanza o de la Seguridad Nacional. ¿Quién sabe?

Destacaba, nuestro amigo Pichote (que no necesitaba apodo, por razones obvias), en la escuela y fuera de ella por su talento y entrega en todo lo que se proponía. Era lo que podíamos definir como un “manitas”. De no pocos apuros sacó, con su ingenio y tenacidad, a más de uno en el pueblo, incluidos sus padres y su abuelo, don Pichote el Viejo, quien a sus 99 años, todavía se sentía lúcido y piropeaba a las chicas y a las no tan chicas desde el portal de su puerta, donde se pasaba todo el día, o casi, aunque fuese invierno y ni el frío, ni la lluvia (muy escasa, por cierto) interrumpían este, tan extendido quehacer en la mayor parte de las villas de Andalucía, y también fuera de ellas, practicado todavía más, si cabe, por las mujeres que por los hombres, aclarando que aquellas no piropeaban a ningún mocito sino que le preguntaban, si no les conocían, que cómo se llamaban y que de quién era. Admirable pasatiempo, apostillo. Puede que yo mismo me dedique a ello cuando las nieves del tiempo plateen mis sienes (aún más de lo que ya están, por supuesto). Y como muestra bien vale un botón, sírvase el lector admirar la habilidad de este mozo si le informo que fabricó al abuelo, reumático, con problemas de próstata, infección de vejiga y diarrea crónica, una silla, anclada al suelo por fuertes placas de hierro a modo de escuadras que la sujetaban al suelo, firmemente, por sus patas, al que iban atornilladas. Tenía, además, un agujero practicado en la base, hecha de anea, sobre la que asentaba sus posaderas don Pichote el Viejo, haciéndolo siempre con los pantalones bajados hasta dos dedos antes de llegar a las rodillas. Calzoncillos no usaba. No por escasez, sino porque jamás los había usado (no se sabe bien la causa). Era este hombre, en este aspecto, bastante excéntrico y no admitía consejos al respecto. De este modo, en caso de micción o defecación, los excrementos iban a parar directamente, sin necesidad de levantarse, a una escupidera de barro cocido y lacada en blanco, impoluto en su día, pero ahora más bien amarillento y resquebrajado por el largo uso. Pesada, como realmente era, el volcarla no era fácil para los pollos del corral cercano al portal, enclavado en el patio y del que acudían en tropel a la llamada del defecante, pues es erróneo pensar que el olfato está desarrollado en las aves. De hecho, salvo contadísimas excepciones, en el mundo aviar, apenas si lo tienen. Debatíanse con los pavos tal manjar y dado su mayor número y habilidad, rara vez podían éstos tan siquiera provarlo. Alrededor del asiento, ingenió nuestro héroe una tela diseñada con tal propiedad y esmero que envolvía, sujeta a la cintura de su abuelo, las partes pudendas y las piernas del mismo, quedando por atrás una raja por la que penetraban y salían los comensales después del banquete. Cada día, entre el padre y el hijo mayor, rara vez el menor, levantaban al anciano a la hora de comer, lavaban sus esfínteres y de nuevo, tras su siesta, lo ponían, a petición suya, en el lugar que venimos describiendo. No hay mucha imaginación en todo ello, bien se podrá decir; pero se cambiará de opinión si se considera que el invento en cuestión estaba completado por un sistema de fuelles que hacían la vez de abanico en los calurosos días de verano y un brasero de reducido tamaño alimentado con las ascuas de la chimenea para los fríos del invierno. El nonagenario podía, perfectamente, con un sencillo movimiento de su artrítica mano, accionar el fuelle clavado a un lado de la silla o avivar el calor del combustible accionando un sistema de palancas, instalado al otro , que removía cuidadosamente las ascuas como si de una paletilla movida por una mano humana se tratara. Todo ello era impresionante. Si además tiraba suavemente de un cordelillo, el botijo situado justo encima de él en una especie de percha con balancín, satisfaría toda la necesidad de agua fresca que tuviese. De vez en cuando el contenido era vino y durante las fiestas en honor de San Marcos, patrón del pueblo, un poco de aguardiente. Junto con algún puro que otro, nuestro abuelo, con tan poca cosa era un hombre feliz. Doy fe de ello. Todo lo debía, en esencia, a la singular imaginación e inventiva de su nieto favorito, Pichote García Rascaubres. ¡Fabuloso!

Capítulo V

Enfrentado a la voluntad de sus padres, y al deseo de su maestro y al del cura del pueblo, no así al de su abuelo, el primogénito se resistía a la presión que recibía para ingresar en el seminario , tras acabar de forma brillante la primaria, que consistía en aprender las llamadas “cuatro reglas”, la lista de los reyes godos y poco más. Difícil era, por cierto, que dada su condición social y económica, aunque privilegiada para muchos, pudiese estudiar el bachiller si no era de este modo, argumentando en su favor, a la hora de ello, su firme vocación religiosa, a pesar de no corresponderse esto con la realidad.
Enarbolaba en su favor, el joven Pichote, la bandera de la sumisión a la orgullosa tradición familiar de ganaderos y su amor por el pastoreo y la vida al aire libre lejos del mundanal ruido. No pocos berrinches y enconados desacuerdos con la autoridad paterna, por tales motivos, desembocaron en la trama y urdimbre de un plan minuciosamente elaborado por el cabo de la Guardia Civil, hombre de pocas entendederas, ciertamente, pero con intervalos de lucidez. En éstos aprovechaba para memorizar las mejores letras de los himnos castrenses y poder así cantarlas con su voz aguardentosa siempre que se presentase la ocasión adecuada y hubiese damas presentes para, dado su poco agraciado físico, al menos sorprenderlas y llamar su atención con sus habilidades musicales. Fue a petición de Pichote García Tronchacabras de algún buen consejo ante la negativa de su hijo, que aguardó a que llegase el momento oportuno en el que se le iluminaba la razón y era capaz, incluso, de pronunciar correctamente “cartucho”, que no “carchuto” y “cerebro” que no “celebro” . Definitivamente el cabo de la Benemérita, D. José Ambrosio Tumbalobos y Redoble, dio con la solución radical a tan arduo asunto. A cambio de un par de jamones, dos quesos y una vieja guitarra sin cuerdas y con un buen agujero en la espalda que perteneció al casi centenario abuelo ( tenía la esperanza de algún día aprender a tocarla y acompañarse, de este modo, con su trino melodioso en sus prodigamientos “copleros”), comunicó a don Pichote la prueba que había ideado para su hijo, de tal guisa, que si la superaba, no habría impedimento alguno en someterse a la voluntad de éste en lo de seguir con la tradición pastorera heredada de muchísimos años atrás.

Capítulo VI

Pichote García Rascaubres, se levantó aquella mañana de domingo más temprano de lo normal, se lavó en la palangana y frente a un desvencijado espejo, peinó sus cabellos recién mojados. Se dirigió a misa y tras rezar con la misma fe de la que en su día gozase San Agustín de Hipona o, salvando la distancia y el tiempo, Santa Teresa de Ávila, consiguió abstraerse del sermón semanal y entregarse al fervor de sus plegarias. Al salir, decidido y de forma directa, abordó a su fiel amigo y también pastor, Juan José Pocapanza Salmuera. No tuvo que insistirle para que aceptase ser su ayudante y servidor en la prueba tremenda a la que, con valentía heróica, había dado su conformidad y aceptación. Se conformaría con recibir la mitad de la gloria que, en caso de triunfo, revestiría al ganador y sobre todo, y esto era algo totalmente secundario, con el obsequio por parte de aquel de la colección completa del “Guerrero del Antifaz” del año en curso.
Ambos llenaron sus zurrones con algunos mendrugos de pan, trozos de queso en aceite envueltos en papel de estraza, uvas pasas, higos secos, almendras y un buen puñado de nueces. Deberían comer con mesura para tener suficiente alimento durante al menos diez o doce días , tras los cuales, y satisfechos los pagos iniciales, que se expondrán ahora, harían uso del poco dinero que recibió del padre para acometer su empresa. Tras una ligera siesta, ambos se despidieron de sus familiares y encaminaron sus pasos en dirección al cercano cortijo de los “Trece Duelos” (haga el lector uso de su imaginación y deduzca por él mismo por qué se llamaba así, en una época en que, con frecuencia, las pendencias amorosas y de celos se resolvían con navaja de siete o más muelles y manta enrollada al brazo. Mal asunto, desde luego. ). Una vez aquí, fueron recibidos por el, ya de todo enterado, casero, que no el dueño, don Niceto Curra de Jalatalega y Miasma, marqués de Gaznate y Buchaca, pues éste normalmente residía en la capital y sólo venía aquí para sus cobros y ganancias y sobre todo para sus juergas y cacerías de conejos (interprétese esto último como se estime conveniente). En el patio trasero, cien cabezas,y redondamente cien, ni una más, ni una menos, conformaban el rebaño que había de trasladar, por los más inaccesibles y abruptos lugares, hasta la población de destino. Conociendo el percal, el casero, y serio como siempre había sido, lo fue aún más en el momento de mostrar a los recién llegados el difícil ganado con el que tendrían que batallar. También serio, hasta rayar en lo trágico, tornóse el semblante de Juan José Pocapanza. Casi estuvo a punto de llorar. Aún más, y sin embargo sereno y firme, tornóse el de Pichote. ¿Qué pasaría por la mente de tan empecinado personaje al contemplar aquella indómita cabaña, que jamás antes, con toda seguridad, había sido apacentada en campo abierto y mucho menos llevada por riscos y vaguadas, por collados y quebradas? Hubo algunos momentos de tenso silencio. La suave sonrisa que apareció en el rostro de nuestro protagonista, seguida por la pronunciación clara y grave de tan sólo dos palabras, puso fin a tan delicado panorama : ¡Lo conseguiré! No hubo comentario alguno como respuesta por parte del amigo y del cortijero.
Los tres se dirigieron, sin pausa alguna, y con paso firme hacia el comedor de la hacienda donde, tras sentarse los pastores, uno frente al otro, mediándoles una vieja mesa con un hule a modo de tapete, tan raído que si lo tirara hoy su dueño, con seguridad sería multado por arrojar basura indeseable. Sirvióles la cena la preciosa hija del casero, quien a pesar de su cariada sonrisa, las uñas negras de sus descuidadas y mugrientas manos, su pelo enmarañado y pringoso, su notoria cejijuntez, sus mocos caídos y su mirada bizca y burlona, parecióle bellísima y encantadora a nuestro héroe. Tal vez fue por la dulzura de su ahombrada voz o por la sutileza y femeneidad de sus andares lozanos y desenvueltos, que coincidían, sin reparo alguno por su parte, con sonoras ventosidades acompañadas de nauseabaundas pestilencias que al recién enamorado debieron parecerle aromas de la refinada Francia . El amor es así, estimados lectores. De buen seguro, ante tan jovial moza, yo también hubiese caído en los brazos de éste asaetado por las mil flechas de Cupido, sostengo. Razón de más, pensaba Pichote, librar tan singular batalla, su batalla, y armarse con las mallas del valor , de la honra, del pundonor y de la celebridad manifiesta, a fin de ganarse el corazón de tan excelsa hembra. Sin probrar siquiera el menor de los bocados de los manjares con los que fueron recibidos (bueno, en realidad no debería llamar así a un sencillo tazón de gazpacho muy aguado, un huevo duro y una corteza de queso, junto con una rebanada de pan duro para ambos, pero con las hambrunas generalizadas de aquella época, tal vez más de uno, con seguridad, así lo estimaría).
Cedío su ración al compañero, quien gustoso la aceptó, y tras meditar un buen rato, a oscuras, en un rincón apartado de la tulipa que a duras penas iluminaba la mesa del banquete, cuando menos lo esperaba Juan José, que empezaba a dar cabezazos en la mesa, cada vez que el sueño, tras la “copiosa cena”, se apoderaba de sus ojos haciendo acto de presencia, dio un gran salto acompañado de un grito que aterrorizó al durmiente y al casero y a su hija: ¡Lo tengo!
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Enviado: 06-10-2006 09:30
Registrado: 19 años antes
Mensajes: 1.080
pulgar arriba pulgar arriba
HoracioClaudio: No se cual es tu profesión , de que especialidad laboral obtienes el sustento. Pero , asevero , que, al menos como "negro" de algún firmador de "best seller", te ganarías el pan.
Esperamos la próxima entrega. smiling smiley
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Ernesto
Enviado: 06-10-2006 10:55
Too much amigo Horacio-Claudio risas risas risas
Prefiero los relatos históricos de romanos que ponías de vez en cuando; es que me gusta más la Historia.

te lo tienes que pasar pipa escribiendo....

saludos,

Ernesto.
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Enviado: 06-10-2006 23:54
Registrado: 19 años antes
Mensajes: 4.032
como me molan los apellidos de tus personajes risas risas ,eres un fiera escribiendo pulgar arriba pulgar arriba .saludos
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horacioclaudio
Enviado: 07-10-2006 00:02
Gracias por los inmerecidos halagos, compañeros beteteros. Os puedo decir que, en efecto, me lo paso pipa escribiendo. Hay veces, y no pocas, que de l ataque de risa que me da, abstraido totalmente y volcado en el relato como si yo mismo lo viviese en primera persona, tengo que dejar el teclado e irme al cuarto de baño para echar una buena meada antes de hacérmelo en los pantalones. Esto de la escribanía es algo que me llena y creo que mi vida se empobrecería mucho si no lo hiciera. Decirte, joven Carmol, que aunque he pasado por varias profesiones, actualmente soy "animador sociocultural de la 3ª edad", que tal como están los tiempos, es una buena cantera, creo. Son gente magnífica. Me llaman "chico". Creo que debe ser porque bien peinado y afeitado, aunque ya haya cumplido los 43, no aparento más de 42, sostengo. Concluyo expresandoos mi más sincero agradecimiento por vuestra lectura. Esto es lo que realmente me anima a seguir escribiendo. Un abrazo, chavales. pulgar arriba pulgar arriba pulgar arriba pulgar arriba
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