Con 72 años y un currículum de montañista pionero, el sancarlino sigue esquiando por las laderas del complejo de la ruta 7, aunque hace tres años un turista novato le partió varios huesos con una tabla de snowboard.
Pero los años no le restaron sensatez. “La montaña da mensajes, es muy amplia y cambiante, y quien crea que lo sabe todo, puede cometer un error muy grave”, asegura.
Los Penitentes tuvo un accidente hace varios años, en el que murieron dos chicas jóvenes. “No es que no vaya a registrarse nunca más un inconveniente, pero ahora las previsiones y las técnicas que empleamos nos dan mejores márgenes de seguridad, pero el riesgo cero, en la montaña no existe”, explica García. Por eso él y un equipo que lidera el jefe de patrulla Fernando Pastén (52) estudian la nieve desde que empieza a caer. Revisan especialmente los sectores de acumulación, encima del entramado de unas 28 pistas. La tarea se cumple con el centro abierto cuando no se hacen detonaciones, pero se cierra cuando llega el momento de hacer estallar explosivos que producen avalanchas controladas.
“Cuando nieva, en medio del temporal, controlamos la precipitación, cuántos centímetros por hora precipita, a qué humedad está cayendo la nieve, a qué temperatura y si hay viento”, explica “sobre el terreno” el experto: habla y señala desde Punta Guanaco, a 3.200 metros de altura. Desde allí la vista del complejo y la ruta es espléndida.
Esquiando con dinamita
Una vez que cesa la tormenta, el equipo sube a los sitios predeterminados y comienza a activar manualmente los explosivos (que conservan en un polvorín del Ejército, en Puente del Inca). Así desencadenan las avalanchas controladas. Esta tarea se cumplió hace pocos días, cuando el mal tiempo se instaló en la zona.
Aunque el montañero está casi desde el comienzo en el centro, empezó a trabajar en el control de la nieve en 1986, tras la visita del consultor en nivología Dick Peniman. De este especialista estadounidense de Colorado aprendió el ABC para gambetear los riegos.
Las enseñanzas de profesionales del Ianigla completaron la formación de García, al menos en el terreno teórico. “Uno puede asimilar, y mucho, de otras personas y también de los libros; sin embargo, lo más importante es el conocimiento de la montaña en la que se está operando. Son años...”, asegura sin falsa modestia.
Don Andrés siempre estuvo atraído por las altas cumbres y desde hace medio siglo que incursiona por ellas. Aunque subió montañas como el Aconcagua y el Mercedario, le gusta mencionar que hizo las primeras ascensiones de unas diez cumbres de entre 5.000 a 6.200 m, como el volcán Negro o Pabellón, el pico Ibáñez de Los Tres Mogotes o el Nevado del Portillo. Sus amigos de la cordillera fueron Alfredo Magnani, Fernando Grajales, Jorge Iñarra Iraegui, Mario Ardito, Ricardo Rus, Jorge Mario, Francisco Guimón y Ulises Vitale...
De esos años recuerda que su carrera casi empieza y termina en una de sus primeras salidas. Tenía unos 19 años y había ido con otros jóvenes al glaciar Stappenbeck, en el pico Ibáñez, al sur del Cordón del Plata. Inesperadamente, en la altura y con mucho frío, su colchón neumático falló y tuvo un enfriamiento muy severo durante la noche. Transportado a zonas más bajas, sus compañeros lo creyeron en trance de morir.
“Era el ’54. Jorge (Iñarra) y Tito (Magnani) hacía poco que habían vuelto del Himalaya. Yo estaba sin sensibilidad de la cintura para abajo y mi semblante, al parecer, era muy malo. Estuve un día inconsciente, y cuando desperté, escuché que comparaban mi estado con el que había presentado antes de morir el malogrado Francisco Ibáñez, cuando lo bajaban de la expedición al Dhaulagiri... Inclusive se preguntaban cómo iban a decirle a mi padre que yo me había quedado en el cerro. Entonces hice un esfuerzo y les grité que todavía no me iba a morir”, relata.
La montaña le dio otros sustos, ya que acredita más de media docena de accidentes. Hace tres años un inexperto cultor de snowboard lo atropelló en una de las pistas y lo dejó tan maltrecho (fractura de costillas, neumotórax y otros males), que su familia pensó que no iba a esquiar más. Pero no fue así; sigue al frente de la seguridad y nadie sabe cuándo se retirará.
Como todo padre que aprecia que sus hijos sigan sus pasos, Andrés (casado con Susana Bozzo) tiene la cuota bien saldada: cuatro de sus siete descendientes son instructores, uno en Los Penitentes y tres en centros de esquí de Andorra. También su papá le dio satisfacciones: a los 62, sin antes haber ido a las montañas, comenzó a su subir cumbres en su compañía y a los 64 se convirtió en esquiador.