Aquél que sonreía dichoso era yo, aunque ahora no puedo evitar verlo desde fuera y quedarme embobado recordando la magia de aquellos días, demasiado especiales y únicos por demasiadas cosas… cosas que no pertenecen a esta historia, aunque sólo los que las conocen saben la dicha que inunda un corazón que cumple un sueño largamente anhelado.
Las venerables piedras de la Catedral brillaban con el frío reflejo del sol de aquella mañana, y quizás ellas sí recordaban, porque su memoria era larga y para su edad aún eran frescos los recuerdos de aquel balcón… de la música que hace muchos años inundaba las mañanas de Jaca, muchas tan frescas como aquella.
En la vieja y tradicional pastelería, hace años lo más ancianos del lugar aún recordaban a don Luis, y ahora quizás solo las piedras guarden el eco de su piano.
Por que don Luis tenía un piano… un precioso piano de pared, construido con sabiduría y mimo, de un precioso color castaño. Y cómo sonaba aquel piano… dicen que don Luis tocaba como los ángeles, y quizás solo ellos pudieran decirnos la verdadera maravilla de la música que salía de sus dedos cuando en la penumbra y el silencio recogido tocaba su otra gran pasión, el órgano. Muchas iglesias y monasterios de Huesca, Salamanca, Navarra y La Rioja pueden atestiguar las largas horas, meses incluso, en que don Luis rompía las naves silenciosas con las vibraciones que era capaz de sacar de aquellos antiguos y maravillosos instrumentos.
Pero volvamos a nuestro rincón de Jaca, pues no os he contado aún que don Luis tenía una costumbre muy particular… Y es que todas las mañanas, muy temprano, media hora antes de acudir a su trabajo –porque de algo ha de vivir el hombre-, don Luis abría las ventanas de su balcón y comenzaba a tocar el piano, aquel precioso piano… y la plaza de la Catedral se inundaba de música y armonías, y las piedras, aquellas viejas piedras, sonreían y se despertaban al nuevo día.
Decían de él que calentaba un poco las manos antes de tocar, pero no se contentaba con las típicas escalas de los estudiantes, sino que empezaba directamente con Bach. En todo caso, su sonido era intenso, técnico y expresivo a la vez, de esos que llegan al corazón aunque no sepas de música.
Y así pasaron muchos años en aquella plaza, hasta que un día, el balcón ya no se volvió a abrir y el piano enmudeció. Y las piedras de la Catedral se preguntaban dónde estaba don Luis, dónde había ido su piano, y el silencio se podía escuchar todas las mañanas en que las ventanas de aquel balcón ya no se abrían.
Quizás aquellas piedras no supieron nunca que don Luis tuvo que mudarse y la vida le llevó, afortunadamente para quien ahora les cuenta esta historia, hasta tierras de La Rioja. Y allí fue con él su querido piano, y su música.
Y aunque ahora la habitación ya no daba a un entorno tan encantador como aquella plaza de la Catedral, sino que cuando don Luis abría las ventanas las notas de aquel piano se perdían en un sencillo patio de vecinos, había unos oídos que escuchaban atentos al igual que aquellas venerables piedras de la Catedral, y un jovencito estudiante logroñés que como ellas se despertaba –en la casa contigua y unos pisos más abajo- con aquella maravillosa música que inundaba la mañana.
Aún hoy en día, aquel colegial, ya en la sesentena, recuerda con una sonrisa la música de don Luis y como los sonidos de aquel piano le hicieron amar la música y despertaron en él el deseo de aprender a tocar aquel instrumento lleno de matices y melodías. Y ese amor a la música vive siempre con él y así se lo transmitió a sus hijos.
Y siguieron pasando los años y don Luis siguió tocando aquel piano mientras Dios le dio días y fuerzas para continuar. Hasta que un día Él quiso escucharlo más de cerca.
Pero la vida está llena de magia y de secretos cómplices que solo aquellos que saben escuchar acertarán a descubrir. Y aquel piano volvió a revivir, cuando sus teclas de nuevo fueron acariciadas por la nieta de don Luis, que guarda ahora aquel piano como su más preciada joya, sabiamente restaurada hace unos años, y sigue sonando maravillosamente.
Y un día, la nieta de don Luis se enamoró, incluso sin ella saberlo todavía, y cuando las nubes se tornaban oscuras y cargadas de tormentas a veces se volvía a sentar en aquel piano y tocaba para aliviar el corazón y animar a quien al otro lado del teléfono escuchaba emocionado como las notas del piano de don Luis le susurraban al corazón y le hacían brotar lágrimas serenas de dicha.
Entre las pequeñas y mágicas historias que la Historia no cuenta, yo os diré hoy que unos años después, la nieta de don Luis y el hijo de aquel joven logroñés pasearon felices y cogidos de la mano por aquella la plaza de la Catedral, y ambos sonrieron en silencio, sin necesidad de decir nada, mientras en sus corazones sentían como de nuevo se abrían las ventanas de aquel balcón y el piano de don Luis volvía a inundar de música aquella mañana lluviosa de agosto… quizás las venerables piedras de la Catedral por fin comprendieron… y también sonrieron.
"A zermatt… mi sueño y mi música."
Por Caballero