Antes de la automatización del cronometraje, la tarea de medir los tiempos de cada bajada era bastante complicada.
No habia conexión entre la cima y la base del trazado, por lo que había un cronometrador en cada punto, el primero pendiente de la salida y el segundo de la llegada. Pero... ¿cómo sabía el de la llegada cuándo había pulsado el de arriba? De hecho, no lo sabía. Se utilizaban dos relojes perfectamente sincronizados. El de la salida apuntaba la hora, minutos y segundos de la salida y el de la llegada los de la meta. El tiempo era la resta de los dos. Y para que el de meta supiera el tiempo de salida y poder restar, cada corredor llevaba en el bolsillo la hora de salida del corredor anterior. Pensemos que un invento como los walkie talkies aparece durante la II Guerra Mundial. Y por supuesto, nada de precisiones ni siquiera de décimas de segundo.
Así fue hasta la aparición de la primera célula fotoeléctrica en los JJOO de St. Moritz 1948 y la llegada de las puertas automáticas en los JJOO de 1956 en Cortina d'Ampezzo, donde los corredores tenían medio segundo para salir desde el aviso de salida. A partir de aquí todo cambió.