¿Por qué nos gusta tanto esquiar?
En el caso del esquí no puede negarse que al desarrollarse en el impresionante marco de las montañas nevadas ya de por si merece la pena, pero hay algo más. Se trata de dominar una difícil técnica y hacerlo mejor cada vez para ser capaz de bajar por sitios cada vez más complicados. Pero ¿podemos decir que el aliciente está en conseguir esas metas cada vez más difíciles?... Yo creo que no. Creo que, quitando los primeros días de aprendizaje en que a veces se pasa realmente mal, se disfruta lo mismo en un nivel u otro. La única diferencia es que nos cansamos más o menos, corremos más o menos, o vamos por pistas más o menos empinadas, pero disfrutamos lo mismo... ¿Por qué?
Comparémoslo con su deporte antagónico: el montañismo. En uno se sube y en el otro se baja de la montaña. Para subir, la técnica es sencilla, caminar sabe cualquiera, pero bajar deslizándose sobre unas tablas ya es otra cosa. Supone dejarse llevar por la fuerza de la gravedad, dejarse caer por la pendiente. Instintivamente el cuerpo dice que no y se echa para atrás. El aprendizaje consiste en superar esta tendencia e inclinarse hacia delante, tanto más cuanto mayor sea la pendiente. Es decir, cuanto mayor es nuestro miedo mayor debe ser nuestra confianza.
Tememos lo que no controlamos y para esquiar bien hay que entregarse confiadamente a esa pendiente que nos traga, superando el miedo instintivo. ¿Cómo lo hacemos? Manteniéndose concentrado en los movimientos y sensaciones del cuerpo y desoyendo a la mente miedosa que nos anticipa el peligro y grita ¡cuidado! ¡peligro!... Si la hacemos caso estamos perdidos: rompemos la postura y nos descontrolamos.
Ya vamos comprendiendo cosas. En primer lugar la conciencia del peligro hace que nuestro cuerpo se prepare para él poniendo en marcha el sistema de alarma que moviliza todos nuestros recursos. Entonces nos sentimos muy vivos. No hay lugar para distracciones...
Ante ese peligro y como cualquier animal, podemos hacer dos cosas: evitarlo, retroceder, o hacerle frente. Si decidimos lo primero, o no bajamos o nos tiramos al suelo o nos caemos; pero si decidimos lo segundo hay que entregarse vehementemente a esta opción y desechar la otra, es decir desoír a la mente estando muy centrados en el momento presente.
Si lo logramos todo sale bien. El cuerpo, sin que pensemos en nada, sabe perfectamente lo que tiene que hacer y, en la medida de nuestras fuerzas, nos deslizaremos a gran velocidad pendiente abajo. Esto supone que no nos hemos opuesto a una fuerza, la de la gravedad, que en principio nos da miedo por incontrolable. Que hemos colaborado con ella, que nos hemos dejado llevar confiadamente por ella; pero también que hemos confiado en nosotros mismos, en nuestros movimientos inconscientes, y nos hemos permitido fluir.
Esta sensación que, en mayor o menor medida, aparece cuando esquiamos pienso que es la que hace del esquí una actividad tan gratificante. ¿En qué consiste ese fluir?... Nos maravillamos de los gráciles movimientos de las aves en su vuelo. Decimos que es fluido porque no tiene brusquedades, es todo lo eficiente que puede ser. Las aves no piensan, se dejan llevar por su naturaleza. En otro orden de cosas los bailarines se mueven con gracia y fluidez (si lo hacen bien) al ritmo de la música. Tampoco piensan, se convierten en música. Los amantes no piensan, se abandonan al instinto sexual. Etc.
Sin embargo en nuestra actividad cotidiana pocas son las ocasiones en que realmente fluimos. Nuestro comportamiento está regido por la racionalidad, la rutina y los convencionalismos. No podemos dejarnos llevar. Tenemos que tener siempre una sensación de control para sentirnos seguros. Nuestra mente está continuamente cavilando: anticipándose a lo que va a ocurrir para tener preparada la respuesta, es decir pre-ocupándose (ocupándose antes de tiempo), o rumiando esterilmente acontecimientos pasados. Raramente está en el momento presente.
Cuando esquías a gran velocidad no te puedes permitir estar pensando en lo que has desayunado o en qué vas a hacer después. Estás muy presente y con la mente tan blanca como la nieve que percibe tu campo visual, unas decenas de metros más adelante. Sin querer y sin proponértelo estás fluyendo, estás meditando.