Se acabó la temporada. Es una frase seca, dura, que siempre suena mal. Pero cuando la pronuncias en el mes de diciembre, se convierte en especialmente cruel y despiadada, especialmente si eres un auténtico apasionado de la nieve.
La voy repitiendo de vez en cuando, como si no fuera conmigo. Y es que, como pasa con otro tipo de adicciones, el primer paso es la negación. Todo ha ido bastante rápido y estoy en el proceso de asimilar lo que me viene encima por culpa de una lesión de rodilla que arrastro desde hace casi tres años y que este año, a pesar de que iba muy bien preparado, ha dicho que hasta aquí podíamos llegar.
Toca pasar por boxes tras los primeros compases de la temporada y cambiar los esquís por unas muletas. Si sirve para poner fin a los problemas de mi rodilla, bienvenida sea esta parada, porque me impedía competir y practicar como toca otros deportes.
Me quedo sin poder celebrar el 25 aniversario de la unión La Molina-Masella del 30 de diciembre, sin esos tests de esquís en Astún y Candanchú, sin poder hacer esa clásica visita a Boí Taüll o, mucho me temo, esquiar a finales de abril en Val d'Isère. Pero, especialmente, sin poder hacer esas bajadas cada fin de semana en Masella o La Molina y que sirven como bálsamo para quitar el mono del día a día. Siempre quedará poner cosas por aquí.
Hace unos años, una noticia así me la habría tomado fatal, casi como si me hubieran dicho que no voy a esquiar más. Hoy, el hecho de seguir teniendo esperanza e ilusión por volver a esquiar en buenas condiciones, es suficiente para no caer en el desánimo. Y mirado en perspectiva, es la primera vez que me pasa, por el motivo que sea, así que toca sonreir, ser optimista y mirar adelante. Creo que estoy en buenas manos, así que confío volver en las mejores condiciones.
Y cuando pasan estas cosas, algo que me viene a la cabeza es que, los que podéis, ¡no dejéis de ir a esquiar!