Hacía días que seguíamos la previsón del tiempo. La última vez que cayó algo parecido a lo que estaba previsto, pudimos bajar esquiando hasta la parte más baja del valle. Había nervios en el ambiente. Los teléfonos eran un hervidero de mensajes monotemáticos intentando pleanear una escapada. "El día es el martes. No, el miércoles..." Habíamos cancelado todas las agendas para esos días por si había que salir en busca del mejor powder en años. Porque, en estos casos, que el día caiga entre semana siempre es una ventaja.
Finalmente, montamos un equipo de los buenos, de los que caben en una silla y todo indicaba que "el día" sería el miércoles. El martes por la noche, en medio de una intensa nevada, llegábamos a casa de uno de ellos. Unas pizzas, un buen vino y un no parar de mirar por la ventana y fantasear con la esquiada del día siguiente. Iba a ser muy, muy épica. Y para más inri, en el valle no había un alma.
Costó dormirse, pero había que madrugar para ser los primeros de los primeros. No hizo falta que sonara el despertador. Poco después de las 8 estábamos subiendo a pistas, todos con nuestros esquís más anchos, las mochilas ABS con todos los pertrechos y una sonrisa de oreja a oreja.
La emoción se transformó en incredulidad cuando descubrimos que la nevada había sido tan espectacular, que había averiado el sistema eléctrico de la estación. No funcionaba ni un solo remonte y tocaba esperar en el bar. Iban pasando los minutos, que se convirtieron en horas, hasta que aceptamos que no íbamos a poder catar esas mieles porque la avería no estaría arreglada. Frustrados, emprendimos el viaje de vuelta.
Aquel día me animé, por fin, a encargar unos Blaze 94 con fijación híbrida, pieles y botas 130 de freeride con pin. No hay mal que por bien no venga.
