8-1-2011 La noche del loro y kilómetros a punta pala
Un muchacho ilumina mi estancia con su linterna, deslumbrándome y anunciando a sus amigos mi presencia. Van cargados con bolsas y me imagino que vienen a hacer botellón.
Dudan un poco y hasta me preguntan si pueden entrar, pero su intención es quedarse para meterse a beber allí y no creo que por mucho que yo dé mi opinión se me haga caso.
Son unos diez o doce, entre chicos y chicas y el tono que tienen de hablar no me da muy buena espina. Sin embargo, viendo que no sacrificarán su divendral y nocturna escapada por mí, y recordando el dicho de que si no puedes con el enemigo te unas a él, me levanto y voy hacia ellos con la intención de iniciar una poco de conversación y con la esperanza de pasar un rato más agradable.
El recibimiento es frío y negativo, con lo que vuelvo a mi rincón y ellos siguen a su bola sin hacerme mucho caso, algo que ya me va bien.
Por mi cabeza pasan un montón de pensamientos, ninguno de ellos bueno. Tampoco ayuda el hecho de que esté arrinconado al fondo de la sala, sin ningún tipo de salida salvo el del agujero de la puerta, que pueden bloquear tranquilamente entre varios.
Describir con todo detalle todo lo que sucedió en aquel espacio de tiempo sería bastante aburrido. Hago una llamada de emergencia al 112 colgando rápidamente para poder hacer una rellamada en el caso de que me pase algo.
No sé qué hacer y van pasando, muy lentamente, los minutos. Decido salir fuera, al cabo de mucho rato, pues quiero tratar de apuntar alguna matrícula y aprovecho para reconocer el terreno en caso de fuga.
Vuelvo dentro.
Parece que algunos se van retirando y finalmente, al cabo de unas dos horas más o menos, me vuelvo a quedar solo.
Por primera vez en mucho tiempo he sufrido por mi integridad y por mis cosas.
Me vuelvo a meter dentro del saco, pensando que si tiene que pasar algo, pues mala suerte, e intento volver a conciliar el sueño, pero me cuesta mucho. Mi cerebro empieza a reproducir escenas de películas donde estas situaciones no acaban nada bien, pero poco a poco me duermo.
A las seis aproximadamente me despiertan los ladridos de unos perros que oigo muy cerca, seguidos de otros que vienen de más lejos. No se oye nada más y no entiendo cuál puede ser el motivo de tanta alarma, pero no pienso moverme para averiguarlo.
Me vuelvo a dormir, pero cuando oigo unos cencerros que suenan cerca me despierto asustado.
Fuera del saco la temperatura no ha bajado mucho. Tampoco ha dejado de llover. La niebla le confiere un aspecto tenebroso al lugar.
La claridad va ganando terreno a la oscuridad.
Lo recojo todo por si viene el tren pueda cogerlo.
Pasadas las 9 de la mañana aún no ha pasado y aprovecho para desayunar un poco, escuchando, atento a cualquier ruido que me indique que llega.
Son más de las nueve y media cuando escucho el silbato que me dibuja una sonrisa. Quiero irme de aquí y mi intención es subir a las estaciones para confirmar el estado de las pistas, a pesar de estar decidido a dirigirme al Pirineo catalán y esperar que nieve desde Puigcerdà mientras voy haciendo estaciones allí.
Me preparo, pongo a grabar el momento, cruzo las vías, subo al andén. Está lloviendo, pero me da igual.
El tren tarda más de lo que pensaba. Finalmente aparece, silbando. Empiezo a mover los brazos, viendo que no reduce en lo más mínimo la velocidad que lleva.
Y pasa de largo.
Me quedo viendo como desaparece de mi vista, trepando montaña arriba.
Vuelvo a cruzar las vías y descargo las cosas otra vez dentro del vestíbulo, maldiciendo Renfe.
Estoy muy cabreado y me planteo una acción radical en cuanto aparezca otro caballo de hierro que, por suerte de todos, no tendré que poner en práctica porque encuentro un señor caminando a quien le pregunto qué pasa con los trenes y en estas que aparece un muchacho con un todo terreno al que le pido si me puede acercar a Cercedilla.
En la estación de Cercedilla cargo el móvil, pido información en taquilla, compro el billete y espero a que llegue el tren. No tengo ni ganas de preguntar por qué motivo el tren ha pasado de largo a pesar de mi demanda, ni de pedir explicaciones por la falta de información que he sufrido porque ya hace tiempo que tengo clara mi opinión respecto a Renfe. Para exponerla aquí debería hacer uso de palabras malsonantes y de insultos que prefiero evitar.
Bajo en la parada de Chamartín. Busco el metro. La gente me mira extrañada. Tengo que llegar a Avenida de América, donde hay una de las estaciones de autobuses. Lo consigo sin perderme.
La máquina expendedora de billetes me entrega el último asiento que queda en el autobús que sale a las 14:00 hacia Barcelona.
El viaje dura más de ocho horas, buena parte de las cuales las paso charlando con el pasajero de al lado, un chico madrileño que vive en Barcelona y que está encantado con la Ciudad Condal.
Llamo al asesor audiovisual del proyecto por si nos podemos ver cuando llegue, pues creo que podemos aprovechar para ver parte del material que tengo grabado. No hay problema. Me vendrá a buscar a la estación del Nord e iremos a su casa, donde pasaré la noche.
Al cabo de nada me llaman mis padres que me dicen que están bajando de La Cerdanya hacia Barcelona. Quedo con ellos para vernos un rato en la estación, pues yo tengo una "reunión de trabajo".
Finalmente son mis padres quienes nos acaban llevando hasta el piso a Josep y a mí. Con él es la primera vez que vemos en persona, después de comunicarnos siempre por la red.
Cenamos, bajamos al bar a tomar una copa y nos ponemos tarde a visionar las fotos y los vídeos que he hecho durante este mes y pico.
Nos vamos a dormir tarde, contentos con el material que tenemos, yo orgulloso de oír las palabras de elogio que me dice, pero un poco asustado de ver la cantidad de trabajo que habrá a partir de la primavera.