Hoy cuento una anécdota que me parece significativa al hilo de las típicas afirmaciones sobre lo mal que está el esquí, que los profes ya no saben esquiar, ni leer, ni escribir, ni comportarse y tal y cual. Y es verdad. Nadie puede negarlo, pero, juas, también era exactamente así cuando el joven era yo, y basta con irse a los clásicos para comprobar que hace tres mil años cualquier señor mayor percibía lo mismo, porque es elementalísima ley de vida cambiar de visión a medida que uno envejece. Hablo del esquí, claro, pero supongo que es extrapolable a otros campos.
Por el trabajo puede que interactúe con un millar casi de jóvenes distintos cada año. Eso da cierta perspectiva. No voy a negar que observo mucha sobreprotección con consecuencias nefastas, aunque esto tal vez sea más responsabilidad de los padres que de los hijos. También veo un declive en habilidades como la escritura, la comprensión lectora y demás, y podríamos del mismo modo achacarlo a un sistema educativo más preocupado por su propio ombligo que de los alumnos. No se puede negar que una gran masa de jóvenes cree tener muchos derechos y pocas obligaciones, juas, nada de lo que no se pueda culpar a un sector de la sociedad bien reconocible que saca provecho de ello, y que no solo afecta a los jóvenes, sino a una cantidad inmensa de personas de todas las edades. En fin, que sí, que la juventú está muy mal, como siempre, pero pongámoslo en contexto y asumamos todos nuestra parte. Incluida, juas, eso sí, la obligación de adoptar el rol de adultos y, junto a señalar lo que está mal, dar ejemplo de lo que predicamos. Yo, juas, juas, todavía no lo he conseguido del todo.
Pero venía a contar una anécdota que me parece bonita. Trabajaba en un club de esquí más allá del Charco y se jubilaba un entrenador veterano. Instruía en el highschool a una docena de adolescentes con cosas de adolescentes como las que describo arriba, y alguna maldad más que podemos imaginar viendo pelis, propias de esa edad. La cuestión es que este veterano había tenido una banda de joven y le gustaba cantar, actuar y tal, aunque, hay que decirlo, lo hacía horriblemente mal. Como era de esperar, o no, jaja, en su fiesta de despedida cogió un micrófono y se puso a darle a una canción antigua, o clásica, de esas que allí todos se sabían menos yo. La canción era un poco cursi para la ocasión, pero, lo peor, es que no paraba de equivocarse, desafinar y sobreactuar, digamos que abusando sin éxito de poner todo el empeño en algo que seguramente no había hecho bien ni siquiera en su juventud.
Allí había de todo, especialmente compañeros, aunque también mucha gente que no lo conocía bien. Los padres y madres de los chavales a los que entrenaba, gente adinerada y de ciudad, ajenos a aquel ambiente montañés de camaradería y aceptación de cada cual, empezaron a mostrar cierta incomodidad que se fue contagiando hasta convertirse en vergüenza ajena general. Uno o dos chavales del highschool -adolescentes normalmente egocéntricos y hasta perversos en ocasiones- se percataron del clima que se estaba creando, ya cercano a lo doloroso, y, para mi asombro, acercándose discretamente unos pasos, inclinándose un poco hacia el hombre agarrado del micrófono, empezaron a cantar con él. Las voces se fueron uniendo, el tono se fue elevando y allí terminamos todos (bueno, los que se sabían la letra, jaja) coreando hasta ahogar el desafino y los gallos, borrar la vergüenza y dar al viejo entrenador -en su fiesta- el protagonismo que se había ganado legítimamente y de sobra con el trabajo durante años. Al final, lo cogieron y lo mantearon en uno de esos jolgorios que parece que se va de las manos. Ahí casi lo rematan, jaja, pero me dio la impresión de que, volando por el aire, se sentía más joven y fuerte los años suficientes como para aguantar el vapuleo sin dislocarse un par de huesos. En fin, no creo que ninguno de los asistentes no se emocionase con aquello, con aquel gesto espontáneo de camaradería, de humanidad de unos chavales que teníamos por egoístas y maliciosos.
No es nada que no sepamos ya, que en todos se esconde el potencial de hacer el bien, el mal, el regular y el neutro, juas, sin distinciones entre jóvenes y viejos o cualquiera de las mil clasificaciones simplonas con las que se suele etiquetar. Y que, al final, estas categorizaciones gruesas solo sirven para hacer análisis pobres, incompletos y la mayoría de las veces, por eso mismo, errados. Para enfrentar sin necesidad y perder oportunidades únicas de aprovechar lo que une y no lo que separa. Y sigo hablando de esquí, jaja, aunque no lo parezca. De personas, en el caso que cuento, aunque podría ser otro, acostumbradas desde la niñez a combinar con la lengua fuera estudios y deporte, pasar frío muy temprano con varios pares de esquís al hombro y un mochilón en el que cabrían dentro y que, llegado el momento, entre despiste y despiste, saben reconocer la valía con naturalidad. Así que, sí, la juventú está muy mal, juas, claro, y la senectud también. Si bien, uno, individualmente, siempre tiene la ocasión de formar parte de las excepciones. Aunque solo sea una vez de vez en cuando y, esa, deje un ejemplo memorable, aleccionador y (creo que) hermoso como este.
¡Buenas huellas!
Carolo, enero de 2025