La frase la dijo alguien que, en breve, sería entrenador del equipo nacional austriaco. Y, sí, la dijo así, en español.
Vivíamos en un pueblecito de apenas 2000 habitantes y una pequeña estación, pero, ojo al currículo en esquí, de la que han salido decenas de atletas de copa del mundo y en el que te ibas cruzando por la calle con media docena de chavales que bajaban de los 40 puntos FIS. En su equipo crecieron figuras como Thomas Sykora, Andreas Buder, Katrin Zettel o Katharina Gallhuber, y colaboraban allí entrenadores de sobra conocidos por los lectores de este blog o de mi libro, Esquí rendimiento y emoción, en el que salen todos para quien tenga curiosidad.
En fin, era uno de esos lugares especiales en los que te preguntas cómo lo hacen. Sumergirse en este ambiente varios años, con los ojos y las orejas abiertas, creo que da una perspectiva razonable sobre el buen y el mal esquí, lo que lleva a conseguirlo, y lo relativo de los recursos limitados, el tamaño y excusas similares cuando lo poco que se tiene se emplea bien.
De todos modos, yo allí no era nadie, el último mono, pero cualquiera con interés, en un sitio así, asimila un mínimo por simple contagio; aprendizaje implícito, que diríamos si quisiéramos ponernos finos, juas, juas. Unas veces sirve para opinar con conocimiento, otras para callarse cuando no sabe y, otras, juas, para no caer tontamente en error de la gente que –a veces sincera e incluso legítimamente al no ver bien el bosque- cree estar más arriba de lo que nunca llegó. Como también he pasado por ahí, supongo que como todos, creo entender bien la necesidad de ser humilde, juas, juas: porque he tenido la suerte de conocer gente increíblemente buena.
Ese privilegio tuve, y fue gracias a una alma mater de aquel paraiso del esquí, Johannes Putz, uno de los mejores jefes y amigos que he tenido, que siempre me trató excelentemente como ambas cosas. Más allá aún, su familia me acogió como a un hijo, y más de una Navidad agradecí el esfuerzo que hizo la suya para que sintiera el calor lejos de la mía. Cuando pienso en las cosas por las que estar agradecido, esa es una de ellas.
Pero estábamos hablando de esquí, y el caso es que un atleta español al que no nombraremos por discreción, entrenaba con nosotros. El entrenador –austriaco- se esforzaba en hablar en castellano y, un día, antes de una carrera importante, se acercó a decirle unas últimas palabras. Yo, con mis ojos y orejas abiertas, me arrimé a ver qué era eso tan importante, crucial, esas últimas recetas clave para acometer el portillón que dice, no un entrenador cuaquiera, sino uno en ciernes del Equipo Nacional del país con mejor palmarés alpino.
Y, efectivamente, con la simplicidad del que lo ha dicho ya todo, le apuntó con bastante guasa pero también mucho tino: “bueno, ahorra, fueggo en el kulo, y… y… y toddo esso que ya sabes del essquí”.
Creo que ganó. Ese año anduvo por los 40 puntos y al año siguiente –hablo de memoria- me parece que hizo seis podios con tres primeros. La moraleja de esta semana podría ser que, una vez se han explicado todas las palabras complicadas, es una virtud saber resumirlas con simpleza. Que en determinadas ocasiones es mejor animar que dar detalles. O que, cuando no se domina un idioma, uno se las arregla para encontrar los términos más breves y eficaces para transmitir el mensaje. También que de nada sirve una buena frase sin un trabajo inmenso previo y que, por consiguiente, no hay que esperar tanto de las palabras mágicas como de los hechos continuados, como lo es el entrenamiento sacrificado de cualquier atleta. Pero, en realidad, la moraleja es lo de menos y es que me apetecía contar esta anécdota, juas, juas, sin más, recordar aquellos buenos amigos y de dónde viene esa frase sabia, que tanto me gusta repetir en cuanto tengo la ocasión.
¡Buenas huellas!
Carolo, enero de 2025
Un abrazo a todos los habitantes de Göstling an der Ybbs y Hochkar, a los compañeros con los que trabajé y, especialmente, a los que participaron en mi libro. Siempre agradecido.