Recuerdo a menudo, a los compañeros que quieren dedicarse a esto de enseñar, lo que experimenta alguien que nunca lo ha practicado. Es un ejercicio necesario, creo, pues a la mayoría se nos ha olvidado qué se siente cuando uno prueba algo tan complicado por primera vez. Les pido que se imaginen a un señor o señora cualquiera saliendo el viernes del trabajo. Una persona cuya única idea de la nieve son postales de casitas y prados idílicos, por las que baja Heidi en schuss llamando al abuelo.
La señora sale el viernes del curro, mete a sus dos niños en el coche, uno resfriado, el otro que no quiere ir, y se come un atasco para salir de la ciudad con un inmenso nivel de incertidumbre sobre el camino que le queda, las condiciones que encontrará, las medicinas del niño y el bocadillo que se le ha olvidado, si llegará a tiempo y mil cosas más y, por encima de todo, si merecerá la pena por fin en esa excursión tan esperada y también tan cara. La señora conduce tarde y cansada hasta la zona donde se estrecha la carretera y empiezan las curvas, el chivato de la temperatura le avisa de que se acerca a cero grados y el estrés aumenta ante la posibilidad de que haya nieve, hielo o que tenga que bajarse a colocar unas cadenas que no ha puesto nunca y ni sabe en qué parte del maletero ha dejado.
Por fin llega sin novedad. Menos mal. Baja a los niños, baja las maletas -las de los niños también, obviamente- y se acuesta tarde tras la lucha de rigor con dos churumbeles excitados que no se quieren ir a dormir. Al día siguiente se pega el gran madrugón, lucha de nuevo por que los niños desayunen y, previsora, se presenta en el alquiler a primera hora. El empleado la trata con displicencia y allí, encima, se entera de que las clases son en otro sitio y, en otro más, tiene que sacarse unas cosas que se llaman forfait. Se pone las botas de tortura, las abre, las cierra, las abre otra vez y no da con la tecla, y hace tres colas con un equipo incomodo y pesado con el que, cada vez que cambias un guante de mano, los esquís se ponen en aspa, se te cruzan los bastones, se te doblan las gafas y se te sale la oreja del gorro. A eso se suman los otros dos equipitos también incómodos y aparatosos que los niños van perdiendo a cada dos pasos. No tiene muy claro adónde va, pero siguiendo las indicaciones termina cogiendo una cabina amenazadora -un chisme que vuela a veinte metros colgada de un cablecito- que la lleva a ella y a sus hijos, con mezcla de ilusión y desconfianza, al sitio donde le han dicho que se empieza a esquiar.
El Ladis-Fiss, Austria, a principios de los años 90, con un grupo de los muchos principiantes con los que he esquiado de los que algunos hoy, treinta años después, son mis amigos.
Arriba en la escuela hay otra cola y otro desconcierto y, finalmente, unos chicos amables que resultan ser profesores se acercan a preguntarle si espera su clase. Los niños van con uno y ella con otro. Se fía, no le queda más remedio. Resulta un poco irritante esa naturalidad con la que el joven se mueve cargado por ese medio tan caprichosamente inestable; y no es por él, sino por ella misma que se siente como un pato. Camina tras el profe, sonríe y aguanta, mientras recoloca por enésima vez luchando con el lío de bastón, gafa, gorro, guante y esquís que se empeñan en abrirse en aspa. Llegan a la zona de principiantes y allí, tras respirar y unas indicaciones, se calza por fin los artefactos infernales. ¿Habré hecho bien en venir? Ahora el tipo de incertidumbre es otro y su nivel llega al mayor grado. Es el clímax del desasosiego porque se adivina que se acerca el momento culminante.
Después de unos ejercicios y unos pasitos ridículos y tal, por fin, en una pendiente con contrapendiente, el profesor le dice que va a hacer sus primeros metros esquiando, que se va a poner así, que no se preocupe, que simplemente se tiene que dejar llevar por la gravedad. Que la contrapendiente la frenará y que no tiene que hacer nada, solo disfrutar. La señora no lo cree del todo, pero obedece, se coloca con mezcla de nervios y expectación, se empuja con los bastones y recorre resbalando por la nieve, asida solo de fe y equilibrio, sus primeros metros esquiando.
En ese momento el mundo se para; desaparece. Ninguna de las tribulaciones de la tarde anterior ocupa ya la mente. Incluso se diría que ninguna de las preocupaciones había existido jamás. Solo un pensamiento lo desborda todo y, mientras gira la cabeza hacia el instructor, le sale de unos labios sonrientes, con igual inocencia que emoción: “Carolo, ¡he esquiado!”.
Ese instante prodigioso justifica todo el sufrimiento que esa señora haya podido soportar para llegar hasta ahí, y para el que hemos necesitado setecientas palabras muy resumidas en un DIN-A4. Por eso, esa señora, a pesar de que ya conoce el infierno frío, largo, complejo y caro que supone subir a esquiar, al siguiente fin de semana volverá, y no habrá un solo día de esa semana en el que no cuente las horas que le quedan para regresar a la nieve. Solo unos metros resbalando justifican un calvario; algo que solo puede valorar quien lo haya experimentado.
Y les cuento esto a mis compañeros, o futuros compañeros, para que nunca menosprecien la inmensa responsabilidad que tienen al acompañar a alguien en sus primeras horas esquiando, porque estarán participando de un acontecimiento extraordinario en la vida de la otra persona. Y, si tienen la suficiente sensibilidad para apreciarlo, un acontecimiento en las suyas propias, que se repetirá cada vez que tengan la suerte de enseñar a alguien a esquiar.
¡Buenas huellas!
Carolo, abril de 2020