Un reciente artículo sobre la participación de Conan Doyle en el nacimiento del esquí turístico me hacía recordar la situación singular que vivimos los instructores de esquí: rodeados de tú a tú de gente acomodada y de vacaciones, mientras nosotros estamos trabajando y sin dinero, juas. Algunas cosas no han cambiado tanto desde que apareció la enseñanza del esquí el siglo XIX y, recordar sus orígenes, nos puede poner en perspectiva sobre algunos de los problemas que seguimos teniendo hoy.
Hay que hacer el esfuerzo de recrear la época: una burguesía y una aristocracia acomodadas, en un entorno de enormes diferencias sociales donde, por poner un caso significativo entre mil, los irlandeses emigraban en masa a América, no solo buscando mejores condiciones como hoy, sino literalmente huyendo de la muerte por inanición. Cuando estos ricos británicos sintieron el deseo de aprender a esquiar en Los Alpes -por ocio- los únicos que podían enseñarles eran los locales, en su mayoría campesinos o exmilitares, que empleaban el esquí como una herramienta de transporte. De repente, personas de origen humilde se encontraban enseñando una habilidad a otras que, de otro modo, tal vez jamás les hubieran siquiera dirigido la palabra. Lo extraordinario del asunto era que, por las condiciones en las que se aprende el esquí -un deporte difícil en un medio hostil- esas personas acomodadas, acostumbradas a ejercer una posición dominante en la mayoría de los aspectos de su vida, adoptaban de repente una actitud de sumisión ante sus nuevos profesores.
Solo situándonos en la época podemos hacernos una mejor idea de la revolución que esto debió de suponer y las ventajas de todo tipo que proporcionaría a los que eran capaces de enseñar a esquiar. Un auténtico tesoro sobrevenido de repente. Con el tiempo, la figura del instructor fue evolucionando, y el vaquero local pasó a coexistir con el chaval de familia burguesa que se sentía atraído por la profesión. Toda aquella prole de genios alpinos –Schnneider, Fank, Lang– que terminó sus días enseñando en América y contribuyendo a la popularización mediática del esquí, era la segunda generación de instructores. Con un origen entre montañés y urbano, con inquietudes artísticas y una formación intelectual razonablemente sólida, conformaron, con los primeros libros y películas que produjeron, esa imagen sublimada del esquí como deporte de acción y elitista. El patrón de dominio y sumisión, pues, por razones obvias se reforzó, y los alumnos reafirmaron más, si cabe, su confianza ciega en la autoridad y la palabra del profesor.
Durante años la información sobre el deporte era escasa y seguía, mitificada, en manos de los locales de las montañas, de modo que nadie se planteaba hallarla en otro sitio que no fuera de boca de su instructor de confianza. Unido a todo este fenómeno descrito de la subordinación por desconocimiento del entorno, los profesores hemos estado durante años en una posición de privilegio de la que, con frecuencia, no éramos conscientes, aunque sacáramos buen provecho. Por supuesto, conscientes o no, mereciéndolas o sin merecerlas, hemos querido mantener esas ventajas y, como consecuencia de ello, refugiada en el mito, la enseñanza del esquí ha solido adoptar una actitud impostada, innecesariamente autoritaria y con un toque oscurantista; una especie de celo para que no se desvelara aquello que a los privilegiados nos confería el poder. Los mil ejemplos de palabras rarísimas para hacer parecer difícil la técnica, o la manera de formar a los grupos y esquiar con ellos en plan cuasi militar, con el pretexto no siempre cierto de la seguridad, son pruebas sencillas de las que hemos hablando en muchas ocasiones.
Llegaron los noventa e internet y empezó a cambiar todo esto; sin embargo, muchas de las estructuras tradicionales de la enseñanza del esquí parecen no haberse dado cuenta. Siguen con su actitud ocultista y sus jerarquías anticuadas, en un mundo en el que todo se sabe en el momento y en el que el liderazgo ya no se entiende de la manera personalista que antaño. Tal vez sea comprensible, pero lo curioso del asunto es que parecen no haber caído en lo principal: ya no damos clases a la aristocracia, ya no hay aquellas fabulosas oportunidades que tuvieron los primeros profesores de esquí, ya no somos los gurús privilegiados que fuimos. Hoy, salvo ínfimas excepciones, somos simples trabajadores que damos clases prescindibles a personas de la misma condición que nosotros; con frecuencia, globalmente en peor situación laboral o familiar que nosotros aunque académica o profesionalmente nos den unas cuantas vueltas. La enseñanza del esquí hace mucho que dejó de ofrecer aquellos viejos privilegios, de modo que ya no tiene sentido el oscurantismo ni, mucho menos, la arrogancia anacrónica con la que todavía se comportan algunos representantes de la enseñanza. Ya no cabe querer, por la trampa o por la imposición, conservar nuestro "tesoro"; porque el tesoro dejó de existir hace mucho tiempo.
¡Buenas huellas!
Carolo © 2016
Agradecemos las fotos cedidas por Pedro Maia y Retro-ski del archivo de Nevasport