Observo tras un cristal cómo las máquinas preparan las pistas, a la hora en la que la mayoría andamos por casa, descansando, calentitos, a resguardo de las adversidades de la montaña. Reflexiono sobre la cantidad de personas que trabajan para que podamos disfrutar al día siguiente del esquí, y voy hilando, hilando, pensando en los pisteros, los de los remontes, y también en quien nos sirve un café a las siete de la mañana o quien nos ha reparado los esquís la tarde anterior.
Ya puestos me acuerdo de los que fabrican las tablas y los ingenieros que se queman las pestañas para sacar nuevos y mejores esquís cada temporada, en los que indagan mejores materiales o fabrican mejores máquinas que, a su vez producen otros equipos. En los transportistas, que llevan las materias primas hasta su destino, en los intermediarios que los ponen en contacto y, en fin, voy entrelazando a tanta gente junta trabajando que me mareo con esa cosmovisión que se me aturrulla en el cerebro.
Me doy cuenta, pues, de que el mundo funciona como un descomunal equipo que se ordena espontáneamente y donde todos trabajamos con unos objetivos que, siendo las más de las veces particulares, no dejan de ser amplios y comunes, y cuyo resultado es, ni más ni menos, que cada mañana uno se encuentra las cosas en su sitio gracias al esfuerzo humilde y silencioso de... todo el mundo.
Por eso, cuando mañana me levante, llevaré puesta la cara de gratitud y de reconocimiento, y conforme vaya por la calle, camino de las pistas, saludando al pistero, al maquinista, al camarero, al que conduce la furgoneta de reparto a las seis de la mañana, y a todos los que estando allí o allá contribuyen a que cada cosa amanezca en su lugar, pensaré: gracias, tíos, gracias. Gracias a todos por tomaros en serio este equipo.
Carolo © 2007