Hace un par de semanas, salimos con David Sanabría para una pequeña randonnée, en el valle de Ransól, en Andorra. Aunque solo fuese una pequeña vuelta entre amigos, esta salida me recordó que, a menudo, nos metemos conscientemente en marrones.
Nuestra intención era salir desde el paking de Ransól (1960m) y dirigirnos en dirección de la Collada dels Menners (2720m). Realmente, es un gran clásico del esquí de montaña en Andorra y es un itinerario que ofrece multitud de variantes. Conozco muy bien este valle y me siento muy seguro en estas vertientes.
¡Si, si, es por ahí recto!
Pero, en montaña, los planes cambian y evolucionan constantemente. No solo por las condiciones de nieve, pero también por causas aleatorias e independientes de nuestra voluntad. Éste fue el caso, cuando al adentrarnos en el Valle de Ransól, nos encontramos con la carretera cortada a medio camino. Así que aparcamos los vehículos y sopesamos nuestras opciones.
¿Ya nos quitamos los esquís?
La primera opción era de seguir con el plan preestablecido y añadirle una hora de esquí de montaña en la ida y otra en la vuelta, en terreno plano. La segunda opción consistía en subir por el bosque (expuesto Este), en dirección de la Collada del Clot de Sord. Pero, el viento había dejado grandes placas en este sector y no me apetecía meterme en problemas tan evidentes. En cuanto a la tercera opción, en ese momento parecía toda trazada, puesto que al salir del coche y levantar las cabezas nos encontramos con un corredor estrecho de unos 500m de desnivel, cara Oeste, en dirección del Collet de la Comarqueta d’Incles (2540m).
Como siempre con David, elegimos la opción más difícil. Sin pensarlo, nos dirigimos hacia el corredor y atacamos con optimismo la subida. Aunque ya sabíamos que eso, más que un corredor, era un riachuelo de montaña, con varios saltos de agua helados y múltiples cambios de nieve. ¡De hecho, estaba claro que íbamos a sufrir!
¡No parece difícil!
Como no podía ser de otra forma, al cabo de 15 minutos, ya nos estábamos quitando los esquís y armándonos con los crampones y los piolets. Mientras David abría el camino, nos enfrentábamos con varios estrechamientos helados, en los que debíamos sortear zonas de hielo, agujeros entre las rocas y el riachuelo que corría bajo la nieve. Cuando, por fin, sorteamos los diferentes saltos de rocas, nos encontramos con una pala de nieve en forma de tubo, compuesta por una placa viento que apestaba a avalancha.
¡Esto mejora!
Así que, ni cortos ni perezosos, decidimos hacer un pequeño test de compresión, para ver como se comportaba el manto de nieve. Tras pocos minutos, ya teníamos nuestra columna aislada y el test fue definitivo. Puesto que al primer golpe de pala se partió la columna. Nos miramos y, sin mediar palabra, proseguimos nuestro camino, mientras aumentábamos la distancia de seguridad y optábamos por una nueva vía de subida.
¡Llegando al final!
Sin embargo, no era tanto la subida que me preocupaba. Ya que los estrechamientos que habíamos sorteado y las placas de viento prometían que la bajado sería “algo tensa”. Pues, al llegar al final del corredor, nos protegimos del viento y nos preparamos para la bajada. Bajamos con sumo cuidado, vigilando las placas, parando en lugares seguros y esquiando de forma alternada. Pero al final, la placa se comportó de forma estable e incluso pudimos gozar de algunos giros amplios en nieve polvo. Luego, los pasos estrechos y saltos de rio, aunque técnicos, no fueron tan difíciles de pasar como previsto. Sin embargo, en lo que realmente se caracterizó la esquiada, fue por los cambios de nieve que nos quemaron los cuádriceps.
¡David disfrutando de los primeros giros!
Cuando, por fin, acabamos la bajada, me di la vuelta para ver el corredor y me quede pensando: “¡Porqué nos metemos siempre en estos marrones. Encima, no es bonito, tampoco parece extremo y ni siquiera tiene nombre. Pero cuanto nos ha hecho sufrir!”
¡Bonita bajada!