Enviado: 30-03-2006 13:07
va por Vds. y por la grandeza de este foro: ¡QUÉ SUSTO!
Capítulo I
Nunca me sentaron bien los cambios de estación. Está demostrado científicamente que afecta a la práctica totalidad de especies que habitamos en este planeta; a unas más y a otras menos. Yo soy de los que se ven bastante afectados. El cambio horario, tanto el de primavera como el de otoño, por aquello del ahorro energético, lejos de calmar los síntomas de todos los trastornos psicosomáticos por ellos producidos, lo que hace es agravarlos. Y fue precisamente a finales de septiempre con la llegada de la nueva estación y atraso de una hora en el reloj, lo que me animó, para encararme a ello, a salir en bici aquella fatídica tarde que quisiera borrar de mi mente, pero cuanto más lo intento, más aflora en ésta el espanto y el horror que por aquel, en principio, sencillo paseo tuve la desdicha de elegir.
Tras llamar sucesivamente a uno y otro amigo para no salir sólo, todos estaban ocupados o no tenían tiempo. Así pues, me puse el “uniforme”, engrasé la cadena y las barras de suspensión y expedito encaminé mis ruedas en dirección a Cumbres Verdes para regresar, tras pasar por el Collado Chaquetas y el Cortijo de Rosales al punto de partida en Granada. La ruta no tenía ninguna complicación y no era demasiado larga. Sabiendo que si salía aproximádamente una hora después del frugal almuerzo, estaría de vuelta justo antes del anochecer. Me daría, entonces, una ducha vivificante y reponedora, y ya, con esa sustanciosa descarga de adrenalina y ánimado por las endorfinas generadas, me encontraría con fuerzas sobradas para aafrontar el resto del día del recién iniciado triste otoño.
Capítulo II
Había llegado a la altura de la bifurcación de la la calle que salía al campo , todavía en La Zubia, cuando aún no había decidido qué alternativa coger para llegar a la Fuente del Hervidero: si la cómoda carretera de la izquierda frecuentada por los coches, o el bacheado y penoso carril de la derecha, quedando en mitad el barranco.
Estimado lector, permítame que respire hondo en este momento al venir a mi memoria que justo en décimas de segundo, podía haber sido otra la experiencia si en lugar de escoger el duro asfalto, hubiese escogido el carril antedicho. Rabia e impotencia corroen mis entrañas cada vez que pienso que la historia hubiera sido radicalmente distinta por tan, en principio, intrascendente decisión. Pero tal vez el destino de cada hombre esté escrito en las estrellas y el mío se cumplió ese día, esa tarde, en aquella hora y en aquel camino.
Fue, en última instancia, el deseo de ahorrar unos minutos en la excursión, el que motivó que optase por la carretera, toda vez que es un trayecto más corto, y como todo buen ciclista sabe, al rodar por un terreno de firme regular, podría mantener un ritmo uniforme de pedaleo y una respiración bien acompasada, con lo cual llegaría al tope fuerte y decidido para acometer el resto de la ruta.
Capítulo II
No habrían pasado ni diez minutos cuando, ya bien adentrado en la pendiente y habiendo superado un par de curvas, lo vi a lo lejos, pero no a la suficiente distancia como para poder ponerme a su altura sin que se resintiesen mis piernas. Conforme iba acercándome más y más a él pude comprobar que “su estilo” encima de la bici no era nada adecuado ni tampoco estético a la vista. Lejos de pedalear como lo haría el más humilde de los aficionados, ciclaba con muy poca clase y hasta diríase que acababa de aprender “el oficio”, pues sus extraños, por irregulares y balanceados, movimientos demostraban su más absoluta torpeza.
Conforme me acercaba a este compañero, más testigo era de lo anteriormente comentado. Pude ver que aunque la tarde era algo fresca, usaba el traje de verano, como resistiéndose a la idea de que éste hubiese acabado. Sus prendas eran de un verde apagado, casi del color del caqui antes de su maduración. Aunque todavía bastante separado de él podía atisbar sus brazos y piernas sin depilar, descuidando este homenaje a la belleza del cuerpo que muchos ciclistas, sin ser profesionales, suelen practicar.
Estuve tentado de tocarle el timbre o silbarle poco antes de que se diese cuenta de que otro betetero le seguía los pasos, cuando en lugar de reducir su marcha la aceleró de forma notable, pero eso sí, con el mismo y pésimo “arte”. “¡Qué poca deportividad y compañerismo!” (pensé para mis adentros). Estaba visto que quería ir sólo y que poco o nada se prestaba a la comunicación y compañía de otros en aquella tarde otoñal que le hacía el juego por ser solitaria y silenciosa, pues ni un solo vehículo ni mecánico, ni a motor, ni persona alguna vimos en todo el trayecto.
Gente así la hay en todos los órdenes de la vida y, para ser francos, no me extrañó demasiado. No era la primera vez que esto me ocurría, pero me propuse, como indignado, “capturarle” y humillarle dándole una buena “pasada” con mi máquina recién engrasada y a punto para casi cualquier imprevisto. Me olvidé de que el buen deportista debe hacer caso omiso a este tipo de comportamientos y procurar no imitarlos, pues incurriría en el mismo error moral poniéndose a la altura del contrincante.
Capítulo III
Conducía con un desarrollo corto: plato chico y séptimo piñón de un total de nueve; pero aquella adversidad hizo que bajase hasta el sexto y cegado por la idea de ganar más terreno en menos tiempo, subiese también al plato medio. Algo similar debió hacer el de delante, pues advertí que seguía separándose de mí. Ya pasado el restaurante La Guitarra, y ambos en el carril, pensé que se detendría en la Fuente del Hervidero, como viene siendo costumbre entre nosotros, para intercambiar opiniones y echar un trago de agua. Pero ni por esas. Cada vez que miraba hacia atrás era para mostrarme su amplia dentadura , no sé si por burla o enfado, y acelerar todavía más.
“Si él no se ha parado aquí, pensé, yo tampoco”. Seguiré en la brecha y aunque sea para demostrarle que a mí no se me vence tan fácilmente, le daré un “pasón” del que se acordará toda su vida. Ahora, con bastante menos inclinación del terreno, con la voluntad decidida y con el mismo plato pero el piñón más pequeño, levantado sobre mi “Mihura” para pedalear con más vigor, casi lo alcanzo. Casi…he dicho casi porque a tan sólo ocho o diez metros de mí y volviéndome a mostrar sus arcadas dentarias, volvió a forzar su marcha y establecer una separación de más de cincuenta.
“No importa, en la dura cuesta antes de llegar al Puente de los Siete ojos “será mío” y tras darle alcance, sin decirle ni hola, habré aplastado y hundido su estúpida vanagloria y prepotencia”. Justo eso iba meditando cuando vi que reducía un poco, ya que el cansancio, creí, empezaba a hacer huella en él. Aproveché la ocasión y sin ni siquiera mirarlo le di, por fin, la ansiada caza.
Mantuve mi atlético ritmo y cuando faltaban apenas unas curvas para llegar a la Casa Forestal de la Cortijuela, con la idea preconcebida de refrescarme un poco y descansar algunos minutos contemplando la belleza del paisaje, volví a ver el feo rostro de tan indeseable ser. Ahora era yo el que no quería hablarle ni circular a su lado. Así que cogí mi máquina y me dirigí a toda prisa hacia el Collado Chaquetas.
Ruego al paciente lector que imagine por un momento el profundo odio y la terrible repugnancia, unidos a un desmesurado y ardiente deseo de venganza cuando,mi ya enemigo, me rebasó justo antes de coronar el collado no sin antes lanzarme un escupitazo, con tal arrojo y volumen, que casi consiguió tirarme al suelo, pues me empapó todo el rostro, gafas incluidas.
A partir de este momento, lo que hasta ahora había sido competición no anunciada ni programada, se convirtió en una carrera para atrapar al oponente y descargar en él toda la cólera de la que un ser humano es capaz.
Capítulo IV
Ahora el desarrollo era el más largo posible: plato grande y piñón chico. Nada me importaban las subidas ni las curvas peligrosas en los descensos. Mantendría una cadencia diabólica y usaría hasta el último hálito de mis fuerzas para encontrarme de nuevo, cara a cara, con el culpable de mi infortunio.
Y lo conseguí. Por supuesto que lo conseguí. El muy cerdo había ralentizado el pedaleo para que no fuese demasiado duro encontrarme con él. En ese momento, profiriéndole toda clase de insultos y amenazas, y sin decir palabra alguna, antes de que yo pudiese hacer nada, volvió a escupirme en el mismo sitio y con las mismas consecuencias, dándose de nuevo a la fuga.
En esta ocasión, eché pie a tierra y dando terribles pisotones al suelo y maldiciendo una y mil veces a aquel innombrable elemento, le juré odio eterno. Tragué saliva, bebí todo cuanto me quedaba en la botella y,decidido, marché a su encuentro; esta vez para retarle en duelo sin importarme las consecuencias, usando en su agravio y para mi defensa, piedras, palos y hasta la bomba de la bici si fuere menester .
Pasé el Cortijo de Rosales, llegué hasta el cerezo junto a la caseta próxima a la Toma del Canal, continué por la vereda hasta atravesar el carril. Pedaleaba y pedaleaba en su búsqueda. Ni rastro de él. Había señales de ruedas en el suelo, pero no podía afirmar que hubiese podido pasar por allí. “¿Dónde diablos se habría metido?”, “¿Se habría escondido temiendo mis represalias?” En éstas estaba cuando, sin esperarlo y sólo oyéndolo en el último instante, pasó, a pesar de lo estrecho de la vereda, a mi lado y con un hábil movimiento de sus caderas, apoyándose con indescriptible habilidad en el cuadro de su bicicleta, situó sus posaderas a tan sólo una cuarta de mis narices y sin que me diese tiempo a reaccionar, me soltó el mayor y repugnante de los cuescos del que jamás persona alguna haya sido víctima, tanto que llegué a marearme y parar en seco para recuperarme un poco, lo suficiente como para, crecido por el recien engordado odio y la más incontrolable de las iras, me diesen el coraje necesario para que la llama de la sagrada venganza no se apagase.
Ahora transitaba con una sóla mano, ya que la otra me servía para agarrar la tranca de pino, fuerte y maciza, que habría de servirme para el más firme de mis objetivos: Aplastar la cabeza de quien, sin saber su nombre, acababa de bautizar como el “Terror de la Sierra”, terror a quien yo, personalmente, pondría fin.
Sólo la ceguera de mis pensamientos e intenciones fue la causa de que, justo al pasar por encima de la cascada del río Dílar, situada más abajo, de la copa de uno de los escasos pinos que por allí crecen, saltase el “indeseable” a mi cuello y tras derribarme, morderme y golpearme con sus propios miembros por todas las partes del cuerpo, emitiendo los más horribles e indescifrables gritos, volvió a desaparecer sin que hasta el día de hoy, ya pasados varios años de aquello, haya vuelto a verlo y nadie, salvo yo mismo (que lo he mantenido, hasta ahora, en silencio) haya tenido noticia alguna de él. ¡Espantoso!, lo sé , ¡es espantoso!
Capítulo V
Ni que decir tiene que, harapiento y exangüe, y con la mirada perdida, conseguí regresar a casa y durante más de una semana no fui capaz de salir ni hablar con nadie. Después volví a la rutina de la vida en la ciudad y he actuado, pensado y trabajado como si nada me hubiera pasado, como si lo acontecido hubiera sido una pesadilla sin la menor trascendencia.
Una tranquila mañana de domingo, sentado en la butaca, junto a la estufa, hojeando una revista del “National Geographic”, conseguí ver la foto de quien fue la causa de los males que todavía persisten en mi cuerpo y en mi alma. Allí estaba, sin duda alguna era él, y hasta venía reseñado su nefando nombre: “Pan troglodytes”, más conocido como chimpancé común.
P.S.: Aconsejo a todo aquel que por allí pasare, que lo haga con el mayor de los cuidados y sigilos. Yo, por si las moscas, no lo he vuelto a hacer. Tengo mucho miedo.
FIN
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