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Enviado: 20-09-2011 19:40
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No puedo resistirme a transcribir un fragmento de una novela extraordinaria -como se ve por la gran belleza del fragmento-, y a menudo tan injustamente banalizada en sus adaptaciones cinematográficas. Aparte de eso, si lo pongo es porque poca gente sabe que parte de sus paisajes transcurren en este lugar tan conocido por todos. Cuando lo adivinéis, añadiré alguna otra consideración. Espero que os guste:

"El día siguiente, contra los pronósticos de nuestros guías, amaneció hermoso aunque nublado. Visitamos el nacimiento del Arveiron, y paseamos a caballo por el valle hasta el atardecer. Este paisaje, tan sublime y magnífico, me proporcionó el mayor consuelo que en esos momentos podía recibir. Me elevó por encima de las pequeñeces del sentimiento y aunque no me libraba de la tristeza, sí me la amainaba y calmaba. Hasta cierto punto, también me desviaba la atención de aquellos sombríos pensamientos a los que me había entregado durante los últimos meses. Por la tarde regresé, cansado, pero triste, y conversé con mi familia con mayor animación de lo que había solido hacer últimamente. Mi padre estaba contento y Elizabeth encantada.
-Querido primo –me dijo-, ¿ves cuánta felicidad contagias cuando estás alegre? ¡No recaigas de nuevo!
La mañana siguiente amaneció con lluvia torrencial, y una espesa niebla ocultaba las cimas de las montañas. Me levanté temprano, pero me sentía melancólico. La lluvia me deprimía; volvió mi acostumbrado estado de ánimo, y me sentí apesadumbrado.
Sabía lo que este cambio brusco apenaría a mi padre y preferí evitarlo, hasta haberme recobrado lo suficiente como para poder disimular estos sentimientos que me dominaban. Supuse que pasarían el día en el albergue, y dado que yo estaba acostumbrado a la lluvia, la humedad y el frío, decidí ir solo a la cima del Montanvert. Recordaba la impresión que el inmenso glaciar en constante movimiento me había causado la primera vez que lo vi.
Entonces me había llenado de un éxtasis que prestaba alas al espíritu, permitiéndole despegarse del mundo de tinieblas y remontarse hasta la luz y la felicidad. La contemplación de todo lo que de majestuoso y sobrecogedor hay en la naturaleza siempre ha tenido la virtud de ennoblecer mis sentimientos y me ha hecho olvidar las efímeras preocupaciones de la vida. Decidí ir solo, pues conocía bien el camino, y la presencia de otro hubiera destruido la grandiosa soledad del paraje.
El ascenso es pronunciado, pero el sendero zigzagueante permite escalar la enorme perpendicularidad de la montaña. Es un paraje de terrible desolación. Múltiples lugares muestran el rastro de aludes invernales; hay árboles tronchados esparcidos por el suelo; unos están totalmente destrozados, otros se apoyan en rocas protuberantes o en otros árboles. A medida que se asciende más, el sendero cruza varios heleros, por los cuales caen sin cesar piedras desprendidas. Uno de ellos es especialmente peligroso, pues el más mínimo ruido –una palabra dicha en voz alta- produce una conmoción de aire suficiente para provocar una avalancha. Los pinos no son enhiestos ni frondosos, sino sombríos, y añaden un aire de severidad al panorama.
Miré el valle a mis pies. Sobre los ríos que lo atraviesan se levantaba una espesa niebla, que serpenteaba en espesas columnas alrededor de las montañas de la vertiente opuesta, cuyas cimas se escondían entre las nubes. Los negros nubarrones dejaban caer una lluvia torrencial que contribuía a dar la impresión de tristeza que desprendía todo lo que me rodeaba. ¿Por qué presume el hombre de una sensibilidad mayor a la de las bestias cuando esto sólo consigue convertirlos en seres más necesitados? Si nuestros instintos se limitaran al hambre, la sed y el deseo, seríamos casi libres. Pero nos conmueve cada viento que sopla, cada palabra al azar, cada imagen que esa misma palabra nos evoca.
[…]
Era casi mediodía cuando llegué a la cima. Permanecí un rato sentado en la roca que dominaba aquel mar de hielo. La neblina lo envolvía, al igual que a los montes circundantes. De pronto, una brisa disipó las nubes y descendí al glaciar. La superficie es muy irregular, levantándose y hundiéndose como las olas de un mar tormentoso, y está surcada por profundas grietas. Este campo de hielo tiene casi una legua de anchura, y tardé cerca de dos horas en atravesarlo. La montaña del otro lado es una roca desnuda y escarpada. Desde donde me encontraba, Montanvert se alzaba justo enfrente, y por encima de él se levantaba el Mont Blanc, en su tremenda majestuosidad. Permanecí en un entrante de la roca admirando la impresionante escena. El mar, o mejor dicho: el inmenso río de hielo, serpenteaba por entre sus circundantes montañas, cuyas altivas cimas dominaban el grandioso abismo. Traspasando las nubes, las heladas y relucientes cumbres brillaban al sol. Mi corazón, repleto hasta entonces de tristeza, se hinchó de gozo y exclamé:
-Espíritus errantes, si en verdad existís y no descansáis en vuestros lechos, concededme esta pequeña felicidad, o llevadme con vosotros como compañero vuestro, lejos de los goces de la vida.
No bien hube pronunciado estas palabras cuando vi en la distancia la figura de un hombre que avanzaba hacia mí a velocidad sobrehumana saltando sobre las grietas del hielo, por las que yo había caminado con cautela. A medida que se acercaba, su estatura parecía sobrepasar la de un hombre. Temblé, se me nubló la vista y me sentí desfallecer; pero el aire frío de las montañas pronto me reanimó. Comprobé, cuando la figura estuvo cerca –odiada y aborrecida visión-, que era el engendro que había creado”.
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Enviado: 20-09-2011 20:05
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Eso me suena a Frankenstein de Mary Shelley y transcurre en Los Alpes,el glaciar podria ser La Mer de Glace o el de Des Bossons...Mas no se decir.No entiendo



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