El primer día en la nieve, para un niño debutante, supone una serie de sensaciones contradictorias. Los padres: miedo, ilusión, incertidumbre y felicidad. Para los pequeños de la casa, con muchas ganas de esquiar y aprender ese deporte nuevo, aunque puedan pasar frío, sufrir otras inclemencias meteorológicas propias de la zona donde nos encontramos y de la época del año en la que estamos. No olvidemos que los más pequeños llevan esperando este día desde el día que se les prometió ir esquiar. Ellos no olvidan.
Llega el momento de contratar un monitor. No habían venido nunca, así que no hay preferencias. A los padres les toca dejar a su hijo en manos de un desconocido, pero ya en la presentación el profesor se pone al niño en el bolsillo. El monitor, por oficio, deberá jugar todas las facetas que correspondan: amigo, profesor, exigir, proteger...
Empieza la clase. Es hora de ir al grano, padres, amigos y familiares, fuera, no muy lejos pero si lo suficiente para hacer las fotografías para la posteridad y no interrumpir o alterar el ritmo de la primera clase. A la primera clase muchas veces no le damos la importancia que tiene. Nos lo tomamos más como una sola toma de contacto, y es mucho más que todo eso, todo lo que se aprenda hoy, en ese primer día, puede suponer para ese alumno quiera volver a repetir o no.
A partir de ese día pondrá en practica gran parte de lo que ha aprendido. Es la hora de abrocharse bien las botas, entender el mecanismo de poner y sacar los esquís, de convivir con un peso al que no están acostumbrados o que un movimiento en falso pueda deslizarlo hacia atrás. El profesor lo arrastra con los bastones, él nota las primeras sensaciones, en su rostro una sonrisa dibujada deja entrever que ha valido la pena haber salido de casa cuando todavía era negra noche. Pero al mínimo movimiento brusco se cae, es la hora de levantarse. Tiene el culo en el suelo y quizás empieza a mojarse la ropa. ¡Padres, no se muevan! Es muy importante, aquel minuto o minuto y medio que reboza entre la nieve y en el cuál el instructor aprovecha para darle las herramientas necesarias para vencer cualquier contratiempo.
Se levantan, se miran y ríen, quizás a veces lloran, no es por dolor, pero ya tienen quien los consuele y los empuje a no cometer los mismos errores la próxima vez. Toca tomar un remonte, su primer remonte. La primera vez el profesor le explicará cómo hacerlo, el alumno se caerá, pero a la tercera o tal vez en la cuarta, con la ayuda de los trabajadores de la estación y de su monitor, lo va a lograr y subirá hasta la última pilona.
Es la hora del descenso, toca poner en práctica todo el trabajo hecho en el llano, el monitor sale de su frente, y con una cuña muy digna, el pequeño levanta la cabeza sabiendo perfectamente que es el objetivo de un book fotográfico, que no será necesario que revise lo largo de los años porque la primera vez nunca se olvida.
Padres, madres, abuelos y tíos, dejen de sufrir y cálzense unos esquís (que nunca es tarde), porque como le guste al niño eso de esquiar, trabajos tendrán para llevarlo a la nieve y seguirlo. Se acaba la clase, el niño feliz como pocas veces, irradiando felicidad dice que quiere más. El monitor no tiene más tiempo para dedicarle porque ya le espera una niña en la cola del telesilla que hace un año también comenzó cayendo y rebozándose con la nieve. Que el pequeño haya aprendido en ese primer día a hacer cuña es importantísimo para el monitor, cierto, pero lo más importante de todo es que el benjamín de la casa ya pida más para la próxima semana, a pesar del frío, la nieve húmeda o el peso del material, repetir la experiencia iniciando la clase desde el punto donde la dejamos.
Uri Cornet
Profesor esquí en Vallter 2000