24-3-2011 Bosc Virós. Cuesta llegar, pero vale la pena

24-3-2011 Bosc Virós. Cuesta llegar, pero vale la pena
Las horas pasan. Dentro del saco estoy bastante caliente, pero la atmósfera templada que me rodea es reducida. La estructura del asiento se me clava en la espalda y en las costillas, no sé cómo ponerme.
Las horas pasan. Dentro del saco estoy bastante caliente, pero la atmósfera templada que me rodea es reducida. La estructura del asiento se me clava en la espalda y en las costillas, no sé cómo ponerme. Me despierto no sé cuántas veces a lo largo de la noche. Afortunadamente me vuelvo a quedar dormido a los pocos instantes.

Antes de las siete me empiezo a activar. La imperiosa necesidad de "vaciar el depósito" me obliga a salir del habitáculo donde tan caliente estoy, afrontando el frío del exterior. Descubro que he pasado la noche ante unos establos, pienso, mientras miro a mi alrededor. Me quito las mallas y la camiseta que me he puesto para dormir y me pongo la ropa que llevaré hoy. Por comodidad lo hago fuera del coche. Me paso una toallita húmeda por la cara, las orejas, las axilas y otras partes más comprometidas, temblando de frío.

La humedad de la noche, unida a que Llavorsí está enclavada junto al Noguera Pallaresa hace que los cristales sean translúcidos, con una fina capa de hielo adherida. Rasco un pequeño trozo que me permita ver un poco y pongo el coche en marcha, con la intención de marchar de aquí y entrar dentro de un bar a tomar algo caliente. A un lado de la carretera que atraviesa el pueblo veo uno, pero no tengo sitio para dejar el coche. Más adelante encuentro una especie de plaza, con una cafetería abierta. Aparco y entro, pidiendo un café con leche, muy, muy caliente. Tengo el frío metido dentro. Tienen la televisión puesta, Cuní dice algo. Hojeo un periódico. Desde donde estoy veo los esquís puestos encima el coche y estoy tranquilo.

He quedado con Krishna, el director de la estación que me toca hacer hoy, pero no sé muy bien dónde están las oficinas y le pido a un par de personas que me dicen que tengo que cruzar el túnel que hay en la salida del pueblo dirección Rialp y que apenas hacer esto veré un puente a mano derecha. Tengo que cruzarlo e ir a la otra orilla del río, donde encontraré el local de Yeti Emotions. Les doy las gracias, pago y me voy para ir a buscar el lugar.

Siguiendo las instrucciones dejo atrás el pueblo, me adentro en la oscuridad del túnel y al salir veo el puente, con un tótem enorme al otro lado donde se puede leer perfectamente el nombre de la empresa que busco.


Cruzo el puente y aparco en una explanada, rodeada con una valla de troncos. Admiro el río desde esta perspectiva, pensando en la suerte que tienen las personas que lo pueden ver desde aquí. Camino hasta el edificio, que está un poco más arriba. Pego un par de gritos, pero no hay nadie. Veo algo escondido, como un animal peludo, pero está inmóvil demasiado tiempo como para estar durmiendo.

Se acerca la hora convenida y me empiezo a poner nervioso. Me asalta la sensación de haberme equivocado de lugar, de haber entendido mal algo, pero todavía quiero esperar un poco más. Pasados diez minutos no puedo más y llamo a Krishna, que me responde que están llegando. Respiro aliviado y mi tranquilidad se acentúa cuando veo un par de todo-terrenos blancos, rotulados con las letras Yeti Emotions que salen del túnel, ponen el intermitente y cruzan el puente para venir donde estoy esperando.

Tenía muchas ganas de conocer al director de la estación que haré hoy, por varios motivos. Uno de ellos era la advertencia de que llegar a Bosc Virós no era nada fácil y que sólo era posible llegar con un vehículo 4x4, debido a que el acceso se realiza por una pista forestal. Ya en verano, cuando preparaba el proyecto y planificaba el viaje, contactar con él no había sido tarea fácil y después de haber mantenido un par de conversaciones, el gusano de la incógnita para conocer a este hombre de nombre exótico me devoraba, como aquel que come hojas de morera.

Bajan del coche y nos decimos buenos días. Krishna se me presenta y me ofrece entrar en el local a tomar algo.

Entramos dentro mientras los otros chicos hacen los preparativos correspondientes y ponen los todo-terrenos a punto. Me cuenta que hoy recogerán a alumnos de unas escuelas cercanas y que los llevarán hasta el refugio, donde les enseñarán varias lecciones sobre el entorno natural de la zona.

Se acerca la hora de marchar y voy hasta el coche para coger mi material. Me dicen en qué todo-terreno meterlo todo. Dejo los esquís apoyados en un lateral del vehículo, pero no se aguantan y caen al suelo haciendo un poco de ruido. Uno de los chicos me recrimina que los esquís no deben apoyarse nunca en el coche, como si fuera un pardillo, y si, parece que sea la primera vez que ejecuto esta operación. Un poco avergonzado le paso los esquís, que me ata arriba del techo.

Me instalo en el asiento del copiloto, al lado de Krishna y vamos a recoger a un montón de niñas y niños de la guardería Picarol. El otro jeep ha ido a Tírvia, a recoger más niños. Nos metemos todos, maestros y alumnos, dentro del coche, para ir en dirección al refugio Gall Fer, que es el nombre en catalán del urogallo.

Los pequeños, con su curiosidad despierta, con esa inocencia que la edad permite, no dejan de hacer preguntas y hablar todos a la vez. Hay momentos de verdadero caos de palabras, pero poco a poco van calmándose.

Hacemos unos siete kilómetros hasta que llegamos al pueblo de Araós. Tomamos un desvío a mano derecha con las indicaciones de la estación de esquí, del refugio, de la iglesia de San Lliser...



Realmente Krishna tenía razón cuando me contaba que el acceso a la estación no era fácil y he hecho bien de no querer llegar por mi cuenta ya que no creo que hubiera podido. El acceso, al principio, se hace por carretera, pero al cabo de unos 6 km, se transforma en pista forestal y conforme vamos subiendo de cota la nieve va haciendo acto de presencia hasta cubrir la pista en algunos tramos.

Pasadas las diez de la mañana llegamos al Refugio Gall Fer, el centro neurálgico de la estación. La excitación en el jeep, que había disminuido un poco, vuelve a hacerse patente, con gritos y risas y un revuelo generalizado cuando se abren las puertas y bajan del coche. Observo que, a diferencia de otras veces, los niños siguen una cierta disciplina y hacen caso de lo que se les dice.

Krishna también me había avisado que la nieve escaseaba a pie de refugio, a casi 1700 metros, pero no imaginaba que estuviera tan pelado. Un cartel indica la dirección de las pistas de esquí, pero señala una pista forestal completamente marrón.



Descargamos mi material de los jeeps y entramos en el refugio. Krishna y los demás monitores sientan a las niñas y niños dentro de unas salas, donde recibirán lecciones sobre el medio que les rodea, haciendo especial mención a las especies más amenazadas, como el urogallo. También llega un coche del Parc Natural de l'Alt Pirineu; hoy uno de sus trabajadores ayudará a dar explicaciones a los pequeños.

Observo el material que usan para enseñar y que es diferente según la edad del alumno, ya que en una misma clase pueden coincidir alumnos de edades diferentes. Así, para los más pequeños, hay cuadernos de pintar y colorear y para los más grandes se reparten unas hojas con información precisa y detallada que deberán rellenar, respondiendo a las preguntas que les hagan.

Lo primero que hace Krishna es avisar a todos que la sala no es un lugar para jugar y que tengan mucho cuidado con las estufas y el fuego, ya que se pueden quemar. Una vez hecho esto comienzan a enseñar el material didáctico. Me quedo un rato mirando como lo hacen.

Dejo pasar el tiempo para quedarme a solas y hablar con Krishna y empiezo a prepararme, metiendo las pieles de foca a los esquís, sacando las botas y dejándolo todo más o menos a punto para cuando él me pueda dedicar un rato. Me fijo en una placa que indica que el año pasado se realizó una actuación de mejora ambiental mediante la instalación de energía foto-voltaica, el coste de la obra y la parte subvencionada por el parque natural, casi la mitad del presupuesto.

Llega una furgoneta grande, con unas rejas en las puertas traseras que me recuerdan a la de Salva, el chico que me presentaron los mushers de Santa Inés. Son una pareja que tienen, como tenían Rubén y Sara, perros para hacer paseos en trineo. Tenemos una corta conversación. Han venido para recoger el kennel, pues marchan; la temporada no ha ido como esperaban.
Escucho como un pájaro carpintero da golpes con su pico en el tronco de un árbol, pero cuando empiezo a caminar hacia donde viene el sonido, el pájaro calla de golpe. Uno de los monitores me explica que es típico de su comportamiento, esconderse en cuanto se siente amenazado.
También, con un mapa, me enseñan cuáles son los itinerarios y donde es más probable que encuentre nieve, dándome puntos de referencia para orientarme.

Krishna sigue con las explicaciones a las criaturas y yo empiezo a hablar con el guarda del parque.

Alrededor de las doce, cuando finalmente parece que podré robarle unos minutos, aparecen un par de hombres con los que él tenía que hablar. Decidimos dejarlo por el momento. Le pregunto a qué hora tienen previsto bajar y quedamos sobre las cuatro de la tarde como hora límite. Maldiciendo el tiempo malgastado me pongo la mochila, me cargo los esquís al hombro y empiezo a caminar por la pista que he visto al principio. La idea inicial era subir al Pic de la Màniga, pero no sé si tendré tiempo suficiente.

Al cabo de unos minutos caminando veo nieve al borde de la pista, pero me da miedo meterme los esquís y tener que sacármelos a los pocos metros y sigo p'arriba. Paso de largo de una pista que me queda a mano derecha, ya que no parece que tenga mucha nieve y, por lo que veo en el mapa, es más plana y no asciende tanto.

Pasado un cuarto de hora escucho ladridos y al girar una curva veo el kennel y una caravana. Dos perros se me acercan ladrando, pero moviendo la cola. Espero que no me muerdan.
Ya que en los últimos metros la nieve cubría toda la pista decido que es un buen lugar para cambiar las zapatillas por las botas y empezar a esquiar.

A pesar de ir con mucho cuidado no puedo evitar pisar una mierda de perro, que me embadurna una de las zapatillas, de manera que no puedo meterla en la mochila sin que lo ensucie todo. No llevo ninguna bolsa de plástico. Intento limpiar la suela, pero no acaba de quedar limpia. Miro los árboles que tengo alrededor, buscando un lugar donde dejarlas y recogerlas cuando vuelva, pero ningún lugar me parece bastante bueno.
Con las zapatillas en la mano paso por en medio del kennel, con perros a ambos lados que me ladran. Intento mantener la calma y no mostrar el miedo que me hacen las bocas abiertas enseñando los dientes.

Los dos perros sueltos me siguen, ladrando de vez en cuando. Poco a poco voy subiendo, con las zapatillas en la mano.

A la una los perros se dan media vuelta, supongo que para volver al kennel. Ato las zapatillas a la mochila, intentando que la parte sucia solo entre en contacto con el aire.

Me detengo a menudo, a hacer fotos y a grabar, perdiendo mucho tiempo, pero disfruto de la soledad y del paisaje, viendo el Pic de la Màniga, ahora a la derecha, ahora a la izquierda, siguiendo la pista que va cruzando curvas de nivel en el mapa, que miro de vez en cuando.
Hago deslizar mis esquís rodeado de pinos, en un bosque denso. Levanto los ojos y veo una pala que puede dar mucho juego a la hora de bajar, pero que también puede ser peligrosa ya que se nota por donde han bajado, tiempo atrás, grandes aludes. Es fácilmente deducible por el tamaño de los pinos, pequeños y jóvenes allí donde la fuerza de la nieve arrasó con todo lo que encontraba por delante. Algún árbol aguantó y queda solo, majestuoso en medio de la nieve.



Son las dos de la tarde cuando llego al Planell de Llagunes. Un cartel indica que en 2008 se regeneró este abrevadero. El lugar es muy bucólico, de una belleza casi poética que no sé retratar tal y como se merece.

Son las dos y media cuando empiezo a desandar el camino que he hecho subiendo. Me queda pendiente hacer esta cima y pasar más días en este entorno, desconocido para muchos, incluso para mí hace tan sólo unas horas.

Bajo poco a poco, por espacio de unos tres cuartos de hora, hasta que llego al kennel, que evito por una pista que hay al lado y que subiendo no he querido coger.

Me tengo que quitar los esquís más de una vez, pero logro llegar hasta el principio de la pista, a pocos metros del refugio.

Faltan pocos minutos para las tres y media, pero Krishna, nada más verme, me dice que ya nos vamos. -¿Pero no nos íbamos a las cuatro? pregunto. Han acabado más temprano de lo que pensaban, así que recojo tan deprisa como puedo, volvemos a atar los esquís en el techo de uno de los jeeps y ya estamos a punto.

La bajada se hace más tranquila porque los niños ya no hacen tanto alboroto. Tomamos una pista diferente a la de los otros vehículos, que van delante nuestro, para intentar ver algún corzo, pero no tenemos suerte.

Llegamos a Llavorsí y Krishna se despide ya que tiene una reunión. Yo bajo con otro monitor hasta las oficinas donde he dejado el coche.

Hace una temperatura muy agradable mientras el Sol aún ilumina esta orilla del río, pero no tarda en esconderse detrás de las montañas. Meto mi material en el coche y me despido de los monitores.

Paso el puente y cruzo el túnel en dirección al pueblo, donde me paro muy cerca de la cafetería de esta mañana, justo delante de un pequeño supermercado. Quiero comprar algunas cosas de comer y beber.

Tengo hambre y aprovecho para comer algo.

Una vez hechas las compras marcho en dirección a mi próximo destino, Tavascan.

Pasado el pueblo de Tavascan me paro para hacer unas fotografías de cómo se refleja el paisaje en las espejívolas aguas del pantano de Graus (no confundir con el Graus oscense).



Sigo la carretera que lleva hasta la estación hasta llegar al aparcamiento. Voy al refugio, a escasos cincuenta metros. Le comento al guarda que había llamado para saber si había lugar, me indica la habitación donde dormir y subo la ropa que necesitaré mañana y las botas de esquí, para secar los botines y que no estén tan frías por la mañana, como lo están después de pasar la noche en el coche.

Me instalo con el ordenador en el comedor hasta que el sueño me vence. Les digo buenas noches a un grupo que están en una mesa cercana y que están organizando una carrera para el fin de semana y subo a mi habitación.

Me meto en el saco de dormir, grabo unas imágenes de buenas noches y cierro los ojos, con la emoción de saber que mañana esquiaré en Tavascan y que ya estoy en el sitio.

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