La arrogancia es, en cierto modo, paralizante y suele acarrear más inconvenientes que beneficios. No obstante, es un mecanismo de supervivencia. Hasta los animales la experimentan, y sirve para enfrentarse a desafíos básicos, como la caza o la defensa, sintiéndote seguro de tus posibilidades. Pero cuando estas necesidades de conservación dejan de tener importancia, como en nuestra vida moderna, la altivez innecesaria suele conducir al enquistamiento de inseguridades ocultas o una visión distorsionada de la realidad. Esa visión deformada conduce con frecuencia al arrogante a varios extremos: no sentir la necesidad de mejorar o rectificar, exigir de los demás lo que no está dispuesto a ofrecer él mismo o, por otra parte, en su afán de demostrar o imponer su superioridad, a acometer proyectos vitales en función de factores externos, en lugar de a deseos legítimos de autorrealización. La arrogancia, en fin, puede resultar útil en el deporte y hacer obtener victorias “tácticas” a corto plazo, pero es posible que a la larga engendre más conflictos y desdicha que beneficios vitales.
Por el contrario, he tenido la suerte de conocer muy buenos profesionales de la enseñanza y el deporte, y por regla general todos eran personas humildes. El que es bueno suele ser modesto, porque para llegar a ello hay que trabajar duramente, cometer muchos errores, emplear recursos, renuncias y tiempo y eso hace, obviamente, conocerse mejor y conocer mejor el entorno donde te desenvuelves. Según la Real Academia, la humildad es “obrar de acuerdo con el conocimiento de las propias limitaciones y debilidades”. La humildad está muy relacionada con la empatía, con la capacidad de comprender lo que otros individuos puedan sentir y la realidad que les afecta. La arrogancia, como veíamos, lo contrario de la modestia, es poco compatible con ella. La empatía también es en origen un mecanismo de supervivencia pero con propósitos distintos, como la atención y la protección de los de la misma especie. Ello incluye la transmisión de habilidades y conocimientos, lo que nos lleva al meollo de lo que les quería contar hoy.
En la enseñanza la soberbia es una tentación demasiado fácil y en el esquí, además, las ocasiones se multiplican. Un mundo lleno de signos materiales externos, que valora el nivel de esquí poderosamente y que da tantas oportunidades para el lucimiento, es un terreno perfecto para alimentar la vanidad. Como vemos, sin embargo, para la transmisión del conociendo resultan mucho más útiles las habilidades para ponernos en el lugar de nuestros semejantes que la capacidad de imponernos a ellos. Pese a esto, tradicionalmente hemos venido haciendo lo contrario; entendiendo la enseñanza como una relación de superior a inferior en la que no pocas veces la suficiencia, la soberbia y la vanidad se ha venido aceptando con naturalizad, como algo inevitable y hasta deseable.
Es por eso que me arrepiento con frecuencia de los numerosos episodios en los que he cometido estos errores, y por lo que cada vez me gustan más los vídeos, las fotos y los escritos de practicantes de cualquier nivel faltos de presunción y llenos de vitalidad, alegría, errores e imperfecciones. También los atletas y profesionales a los que se les nota la modestia en sus filmaciones y trabajos y los formadores que se convierten con espontaneidad en cómplices de los alumnos, haciéndose ellos mismos partícipes de la recompensa vital que supone compartir la habilidad o el conocimiento. Será que me hago viejo, o que últimamente me ha dado por pensar más de la cuenta en el porqué de que jugar y practicar deporte sean potentes pulsiones humanas, con fines existenciales claros y muy bien diseñados por la Naturaleza. El caso es que cada vez me convence más ese esquí genuino, desafectado, fresco e imperfecto, en el que hay menos inmodestia, y más humanidad.
¡Buenas huellas!
Carolo © 2012